El presente blog es para dar a conocer libros que yo he leido, lo que les recomiendo, algunos análisis de estos, principalmente me gusta leer novelas, poesía y teatro.
Espero les guste.

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domingo, 29 de septiembre de 2013

Las chicas de alambre - Jordi Sierra i Fabra Cap.1

I
Aquel día me dormí.
Había estado trabajando hasta tarde, terminando un artículo no demasiado brillante sobre
la moratoria para la caza de ballenas y el hecho de que noruegos y japoneses se la pasaran
por el forro cuando les convenía. Me caen bien las ballenas. Pero el problema es que
cuando algo me afecta, pierdo la visión periodística, dejo de ser objetivo, tomo partido y
entonces... acabo escribiendo panegíricos bastante densos. Ideales para los boletines
informativos de Greenpeace o de Amnistía Internacional, pero no para una revista.
Aunque la dueña sea tu propia madre.
Por esa misma razón, ese día, al despertar a las diez de la mañana, me quedé sin aliento.
No por ser Paula Montornés la propietaria y directora de Z.I. tienes más privilegios que
los demás o puedes hacer lo que te dé la gana.
Me aseé, duché y vestí en diez minutos. Ni siquiera desayuné. Dejé mi desordenado
apartamento a la carrera —es tan pequeño que cualquier cosa fuera de sitio ya crea
sensación de desorden y caos— y llegué a la redacción pasadas las diez y media, porque
no quise saltarme ningún semáforo pese a preferir la moto por razones obvias. La primera
sonrisa de la mañana me la dirigió Elsa, sentada como siempre al frente de su mesa en
forma de media luna, debajo del logotipo de la revista inserto en la pared situada a sus
espaldas. Nos llevábamos bien. Bueno, aunque Elsa sea la recepcionista de Z.I., lo cierto
es que me llevo bien con todas las recepcionistas y telefonistas que conozco. Son la clave
para acceder a sus jefes, para que te digan si están o no están, o a qué restaurante van a ir
a comer o cenar. Ellas, y las secretarias. Un buen periodista debe saber eso.
—Buenos días, Jon —me deseó, antes de darme directamente la noticia—: Tu madre
quiere verte ya mismo.
Me olí la bronca. Mamá es de las que aterriza en la oficina a las nueve en punto. Como
un reloj.
Ella no actúa «fuera», claro. Ya no ha de tomar aviones, ni quedar con gente que vive
lejos, ni...
—¿Cuándo ha dado la orden de busca y captura?
—Hace una hora. Y la ha repetido hace veinte minutos.
Eso era mucho. Me la iba a ganar. Despedirme, no podía despedirme, pero casi.
Ni siquiera fui a mi mesa. Tampoco tenía nada para dejar en ella. Mientras caminaba en
dirección al Sacrosanto Templo Central de la casa, le dejé el disquete con el artículo a
Mariano, el Hombre Para Todo. No tuve que decirle nada. Ya lo tenía metido en el
ordenador antes de que yo diera tres pasos más.
Llamé a la puerta del despacho de mi madre y, tras abrirla, metí la cabeza, sin esperar una
respuesta procedente del interior. Ahí sí tengo privilegios. Una vez, al morir mi padre,
ella me dijo: «Mi puerta estará siempre abierta para ti, hijo. Recuerda que soy tu madre.»
Y nunca lo he olvidado.
Estaba de pie, apoyada sobre la pantalla luminosa, examinando unas diapositivas con su
buen ojo profesional. Ya sabía que era yo, porque no se movió. Me aproximé a ella. Las
diapositivas eran del último Premio Nobel de Literatura en su casa.
Desde luego, en Zonas Interiores no somos nada convencionales.
3
—Hola, mamá —suspiré, como si acabase de salir de un atasco de mil demonios—.
Siento...
Levantó una mano. Señal inequívoca de: «No-me-cuen-tes-ro-llos-que-me-los-sé-to-
dos.» Me cortó en seco.
De todas formas, me di cuenta de que no estaba enfadada, sólo ansiosa.
Y cuando mi madre se pone ansiosa, es por algo de trabajo. Y si me afecta a mí, es que
voy a tenerlo, y en serio. Muy en serio.
—¿Te gusta ésta?
El Premio Nobel de Literatura estaba sentado en una butaca, con una cara de úlcera
sangrante total. Me pregunté por qué no se lo daban a gente más simpática. Y también
por qué no estaban ellos más contentos después del Nobel. Aunque aquel hombre, los
millones, ya no iba a poder gastárselos, seguro. Así que a lo mejor estaba con esa cara
por ese detalle. Me habría gustado ver la de sus hijos, hijas, nietos, nietas...
—No irá en portada, ¿verdad?
—¿Estás loco?
Nuestra revista es de actualidad, y seria, pero en portada tratamos de poner cosas con
gancho.
—Entonces, sí. Está bien.
Dejó la diapositiva a un lado, apagó la luz de la pantalla, recogió su bastón, apoyado en la
pared de la derecha, y cubrió la breve distancia que la separaba de su mesa, como
siempre atiborrada de papeles. Mi madre tiene cincuenta años, exactamente el doble que
yo, pero la cojera no guarda relación alguna con la edad. La pierna derecha le quedó casi
destrozada en el mismo accidente de coche en el que perdió la vida mi padre.
Esperé a que se sentara en su butaca.
Lo hizo, se apoyó en el respaldo, juntó las yemas de sus dedos y me miró a los ojos.
—¿Recuerdas a Vania?
Así que era eso.
—Claro, ¿cómo no iba a acordarme de ella? Creo que no saqué su póster de mi
habitación hasta hace tres o cuatro años.
—Lo recuerdo —asintió con la cabeza sonriendo, evocando el último tiempo en el que,
como un buen hijo no emancipado, aún viví con ella.
—No me digas que ha reaparecido.
—No, y de eso se trata —dijo Paula Montornés, recuperando todo su carácter de
directora—. Dentro de un par de meses hará diez años que desapareció sin dejar rastro.
Diez años ya. Es un buen momento para desenterrar el tema, investigarlo, y publicar un
artículo, de ella como piece de resistence, pero también de las otras dos.
Me senté en una de las sillas, al otro lado de la mesa.
—Puede ser caro —tanteé.
—Pagamos cinco millones hace un mes por lo de Alee Blunt, y a una agencia. Esto nos
haría vender más, y sólo por derechos internacionales, si la cosa resulta... ¿Te imaginas
que, encima, dieras con ella? Nos lo quitarían de las manos. París Match, The Sun, Der
Spiegel, Times... Olvídate del dinero.
No siempre decía eso.
—¿Y si han tenido la misma idea?
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—Sería posible. Ya sabes que creo en la energía —movió los dedos como si tuviera
delante una nube invisible—. Por eso hay que moverse ya mismo y no esperar. Aunque
sólo sea para escribir un buen artículo, ya valdrá la pena. Los personajes del drama, diez
años después. Pero algo me dice que vas a encontrarte con sorpresas.
—Dios —yo también me apoyé en mi silla—. Las Wire-girls, las Chicas de Alambre.
Vania, Jess y Cyrille. ¿Crees que la gente aún se acuerda de ellas?
—Vamos, ¿qué dices? Fueron una leyenda en su momento.
—Sí, pero una leyenda efímera, como todo en el mundo de la moda.
—Todas las leyendas viven y sobreviven, Jonatan.
Era la única que aún me llamaba Jonatan y no Jon.
—¿Qué quieres que haga exactamente?
—Que hables con la gente que las conoció y que indagues lo que pasó con Vania. Puede
que esté muerta, puede que no. Pero diez años después... ¿lo entiendes, no? Se publicó
mucho del tema entonces, y algunas personas no quisieron hablar mientras que otras
hablaron demasiado. Ahora tal vez sea diferente. El tiempo te da una perspectiva distinta
de las cosas.
—Vania era española, pero Jess era americana y Cyrille egipcio-somalí, parisina...
—¿Tienes algo que hacer las próximas dos semanas, un plan, un ligue? —abrió sus
manos explícitamente—. Porque si es así, se lo encargo a otro.
—¡No, no! —salté de inmediato—. No te hacía más que una observación.
—Jonatan —se acodó en la mesa, señal de que atacaba de firme—. Esto puede ser muy
bueno. Ya conoces mi instinto. Con él y un buen trabajo de investigación, de esos que
sueles hacer de tarde en tarde —me pinchó deliberadamente—, esto será una bomba. Y te
lo repito: no te digo nada si encima la encuentras.
—¿Tú crees que... ?
—Oye: Vania se largó, dijo «adiós» y desapareció. Ha de estar en alguna parte.
—Si no la encontraron entonces.
—Entonces fue entonces. Si no quería ser encontrada, nadie iba a encontrarla, como así
fue y por inexplicable que resultase. Pero ahora han pasado diez años. En primer lugar,
estará relajada, no en tensión esperando que un paparazzi dé con ella. Y en segundo
lugar, ya no será aquella chica mágica que deslumbró al mundo. Quién sabe. Todo es
posible. Pero me huelo algo bueno, hijo. Y cuando yo...
—Sí, mamá, lo sé.
—Tú también lo tienes, Jonatan —me dijo, con algo más que cariño profesional, aunque
lo disimuló agregando—: Por eso estás aquí. ¿O pensabas que era por ser hijo de la jefa?
—He tenido algunas exclusivas de primera, ¿no? —le recordé.
Paula Montornés, editora, propietaria y directora de Zonas Interiores, se convirtió de
nuevo en mi madre.
—Has salido a tu padre —reconoció con ternura.
Era el momento. Me levanté, rodeé la mesa y la abracé sin que ella se levantara de su
butaca. A veces olvidaba hacerlo. Y ella no me lo pedía jamás, aunque yo sabía que lo
necesitaba. Fueron apenas unos segundos de directa intimidad. Después la besé en la
cabeza, por entre su siempre alborotada melena, e inicié la retirada.
—No subas nunca a un avión que se vaya a caer, hijo —me recordó.
5
—Descuida, mamá.
La eché un último vistazo. Sentada allí era una diosa, la dueña de un pequeño, muy
pequeño reino, pero diosa a fin de cuentas, con un prestigio ganado a pulso. Los premios
que llenaban aquellas paredes, algunos de mi padre, pero la mayoría de ella, no eran
gratuitos. El World Press Photo, el Pulitzer de fotografía, reconocimientos profesionales,
periodísticos, portadas de las mejores exclusivas dadas por Z.I., fotografías de papá, pero
más aún de mamá con diversas personalidades y en muchas partes distintas del planeta...
Antes del accidente era la mejor. Y ahora también.
Yo estaba en ello.
Tenía una buena maestra.
Y un trabajo por hacer que ya me picoteaba en los dedos desde aquel mismo instante.

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