Nando Iturralde había comenzado a cantar, como la mayoría, en la adolescencia,
influenciado por gentes como Bruce Springsteen. Primero estuvo en algunos grupos de
Bilbao, tocando la guitarra, hasta que formó el suyo propio, Kaos-Tia, y se erigió en
cantante y líder absoluto del mismo. Aguantaron siete años, yendo de menos a más, y lo
dejaron en pleno éxito, con un potente doble en directo que llegó al número uno de los
rankings de ventas. Demasiado para volver atrás o seguir con la banda. El siguiente paso
fue un cambio de imagen, de estilo, y emerger al cabo de un año como solista. De su
primer álbum en esa nueva etapa vendió más de medio millón de copias, que se dice
pronto. Eso fue a los veintisiete o veintiocho años. Dos años y medio después lanzó su
segundo trabajo en solitario, Caliente, y a raíz de una gala benéfica en televisión conoció
a Vania, que por entonces tenía veinte, diez menos que él. Durante cinco meses habían
salido en todas las revistas de cotilleo, habían sido pasto de los depredadores de noticias,
habían dado pábulo a mil especulaciones.
Y tal y como empezó, lo suyo terminó.
Un día ella apareció en Venecia con el hijo de un piloto de Fórmula Uno retirado, y él en
el estreno de una película en Madrid con la protagonista de la cinta.
No quisieron hablar.
Y nunca lo hicieron.
Vania había tenido sólo tres parejas estables a lo largo de su vida, Tomás Fernández,
Nando Iturralde y Robert Ashcroft, con el que se casó. El resto fueron posibles amantes
ocasionales o amigos de una noche o una semana. Nada serio.
Así que si conseguía que me contara algo, yo sería el primero. De Nando Iturralde no
había nada diez años antes. Por lo menos él se portó bien. Espíritu de roquero.
Me recibió en su despacho. Tenía cuarenta y cinco años, se mantenía en forma, y después
de casarse con Montse Cros, hija de los Cros de Manresa, había montado una productora
de televisión que le iba viento en popa. Y no se trataba de un braguetazo. Nando Iturralde
tenía pasta. Ahora se rumoreaba que iban a relanzarse sus grandes éxitos y que, a lo
mejor, volvía a la escena. Los viejos roqueros nunca mueren.
—Zonas Interiores —dejó mi tarjeta encima de su mesa—. ¿Qué tal está Paula?
—Muy bien.
—Me hizo unas fotografías en una actuación, en el Palacio de los Deportes, en el... —se
echó a reír y no dijo el año—. Bueno, ¿que más da? Fueron muy buenas. Utilizamos una
en la portada de un «maxi».
Ni lo sabía. Dios, mi madre había hecho tantas cosas que se me escapaban.
Ni ella misma se acordaba a veces.
—Ahora ya no hace fotos —me limité a informarle.
—No me digas que estás aquí por esos rumores acerca de mi vuelta a los escenarios y el
Grandes éxitos.
—Me temo que no —pensé que no iba a conseguir nada—. He venido a hablar de Vania.
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Me escrutó con ojos perspicaces, supongo que calibrando todo lo que se escondía detrás
de mis palabras y mi interés, y decidiendo si valía la pena que los dos perdiéramos el
tiempo.
—Vania... —suspiró.
—Vamos a publicar un reportaje con motivo del décimo aniversario de todo aquello.
—¿Sabes dónde está?
—Ésa es la pregunta clave. Imaginaba que tal vez...
—Diez años —plegó los labios hacia abajo—. Después de lo de Cyrille y Jess... Pensé
que estaría en cualquier parte, y que volvería un día u otro, hasta que me di cuenta de que
habían pasado dos, tres años, y ella seguía sin dar señales de vida. Ahora...
—¿Te importa que hablemos de ella?
—No, claro.
Fue tan fácil que casi me pilló de improviso.
—Aunque tampoco hay mucho que contar —me aclaró—. Todo sucedió muy rápido.
Era curioso. Habría querido matar a Tomás Fernández por haber estado con una mujer a
la que había amado siendo adolescente y, en cambio, respetaba y admiraba a Nando
Iturralde, cuando también había estado con ella.
—Os enamorasteis de una forma típica, ¿verdad?
—Y tanto —sonrió—. ¿De qué otra forma pueden enamorarse un cantante y una modelo
que se encuentran una noche y que, después, a lo peor ya no vuelven a cruzar sus
destinos? Lo normal era eso: conocerse, mirarse, saber lo que iba a pasar, y ya no hacerle
ascos. La gente normal no lo entiende, creen que es puro sexo y que los famosos están
locos. Pero no es así. Muchas personas se conocen hoy, se miran, y saben positivamente
que va a pasar algo, mañana, pasado, la semana próxima. Pero viven en la misma ciudad,
tendrán una o dos citas tranquilas, y se lo pueden tomar con calma. Lo saben, pero
esperan. Las estrellas, del género que sean, no tenemos porque fingir, y tampoco tenemos
tiempo que perder. Si va a pasar, va a pasar. Así que eso fue lo que sucedió: nos
conocimos en aquella gala, nos escapamos juntos al terminar, y aquella misma noche nos
amamos como si fuera...
Le brillaban los ojos. Tuve envidia, pero también respeto.
—¿Por qué no os casasteis?
—Bueno, fue electrizante, pero... No tienes más que mirar los papeles de la época. Hubo
mucha publicidad. No nos dejaron en paz. Así que fue muy difícil. Yo estaba en plena
gira por España, y ella en pleno trabajo por todo el mundo. Teníamos que vernos en
París, en Milán o en Nueva York tanto como en Oviedo, Vigo o Zaragoza. Una locura.
No habría salido bien.
—¿La diferencia de edad?
—No, no fue eso. Yo tenía treinta y ella veinte, sí, ¿y qué? Todo estaba en contra nuestra.
Además, la leyenda de las modelos y los roqueros parecía... Desde los años ochenta ha
sido como una plaga: Simón LeBon de Duran Duran y Yasmine, Mick Jagger de los
Rollings con Jerry Hall, Rod Stewart con Rachel Hunter, David Bowie con Imán, el bajo
de U2 con la Campbell, y así una docena más. Era como si los músicos buscáramos el
escaparate de las bellas, y las bellas, la fantasía extrema del universo roquero. Nadie
entendía que era lógico que unos y otras nos encontráramos. ¡Éramos nómadas del
mundo del espectáculo! Lo malo es que mientras para muchos y muchas cada relación
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era tan pasajera como la anterior y la siguiente, para otros no era así. Yo me enamoré de
Vania, y lo hice en serio. ¿Y qué pasó? Pues lo que pasó: que ni yo podía dejar lo mío ni
ella lo suyo. Las modelos que antes te he dicho se casaron con sus roqueros cuando ya
rondaban los treinta y sus carreras como tops estaban acabadas. Pero Vania tenía veinte
años, se hallaba en la cumbre. Y yo, con mi segundo álbum...
—¿Cómo era?
—Era una pura energía —mirar hacia dentro le hizo brillar los ojos—. No por ser una
loca, no parar, reír siempre o andar de un lado a otro, porque no era así. Me refiero a que
era como la luz, te transmitía unos enormes deseos de protegerla, darle amparo, quererla,
acariciarla. Ella daba energía a los demás, ¿entiendes? Sin embargo, en sí misma,
necesitaba muy poca para vivir. Se movía despacio, hablaba poco. Aquella melancólica
delgadez que la dominaba...
—Pero ese aire enfermizo venía de su anorexia y de un posible consumo de drogas.
—No tomaba drogas.
—Nando —me acerqué a la mesa para ser más convincente—, no pretendo destruir su
imagen ni su recuerdo, pero en aquel tiempo casi todas las modelos superdelgadas
estaban en manos de la heroína. La consumían precisamente para potenciar no ya su
delgadez, sino su estilo y su estética. Aún existen secuelas del Heroin chic look. Caras
lánguidas, aspectos enfermizos, cuerpos esqueléticos —iba a recordarle que Jess Hunt
murió de una sobredosis, y que Cyrille se contagió de sida por lo mismo, no por una
causa sexual, pero no me dejó acabar.
—Ella no las tomaba, al menos cuando estuvimos juntos.
—Sólo fueron cinco meses.
Bajó la cabeza. No creo que le doliera hablar de su antiguo amor. Le dolía que pudiera
manchársela.
Como muchos otros, como yo, sin haberla conocido jamás, seguía bajo el hechizo de su
imagen y de su recuerdo.
—Te diré algo —confesó mirándome de nuevo—. Ya entonces tuve que competir con
alguien, no con las drogas, sino alguien que ejercía sobre Vania una influencia muy
fuerte.
—¿Quién?
—Jess Hunt y Cyrille.
—Eran sus amigas, claro.
—Eran más que amigas. Habían formado una especie de familia o sociedad. No sólo las
contrataban siempre a las tres juntas, las famosas Wire-girls, también se protegían unas a
otras. Se querían. Se necesitaban. Se tenían. Y es lógico que fuese así: Vania era hija
ilegítima, tenía un padre que no quería saber nada de ella y dos hermanastros que ni
conocía. Además, su madre murió poco antes, así que estaba sola. Sola con su criada, que
le hacía ya de madre tanto como de secretaria o asistente. Cyrille, otro tanto, sin ninguna
raíz, y con un pasado tenebroso, como ya sabes. Y Jess Hunt, pese a tener padres y una
hermana... ya me dirás. Con aquel fanatismo religioso, estaba atrapada en un círculo,
hasta que pudo salirse de él gracias a su trabajo y su éxito. Por todo ello y mucho más, las
tres eran como una sola.
—¿Me estás diciendo que había algo entre ellas?
—No eran lesbianas, si es a lo que te refieres. Te hablo de algo mucho más intenso,
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personal. Era como si estuviesen conectadas, interrelacionadas entre sí. Cuando una
llamaba, las otras dos acudían. Por eso al morir la primera se desencadenó la tragedia. Al
menos es como lo veo yo. Fíjate en que entre la muerte de Cyrille y la desaparición de
Vania, apenas si transcurren unos meses, y en medio, la de Jess Hunt. Aquel juicio al
novio de Jess fue la puntilla.
—¿Crees que haya muerto?
—No lo sé. Pero te diré algo: alguien como ella no se retira y desaparece diez años. Era
una diosa, y las diosas necesitan devoción.
—¿Y si ya no era ella?
Comprendió el sentido de mi pregunta.
—Solamente conocí a una Vania —reflexionó—. Y fue cinco años antes de todo eso.
—¿Te sorprendió que se casara?
—No, y aún menos que se divorciara tan rápido. Pudo habernos pasado a nosotros. Lo
que si me extrañó es que lo hiciera en un arranque, y con alguien como ese estirado. No
era de ésas.
—La gente cambia.
—Sí —convino.
Nos miramos súbitamente en silencio.
Y entonces me di cuenta de que ya estaba todo dicho.
XI
No lo esperaba, así que me sorprendió encontrármela allí, en la puerta de mi casa, sentada
en el peldaño de la escalera y con una bolsa al lado.
Sofía.
La había llamado el viernes, después de lo de Nando Iturralde, pero ya no la encontré.
Tendría algo mejor que hacer el fin de semana. Ahora era domingo por la noche.
—¿Por qué no me... ?
—Lo siento —me detuvo—. ¿Puedo pasar la noche en tu casa?
A mí no me suelen suceder esas cosas, así que me dio por buscar una cámara oculta en
alguna parte.
—¿Qué haces? Oye, si te molesta o... Ningún problema, ¿eh?
—No seas tonta. Claro que puedes quedarte. Pero a cambio de algo.
—Sin condiciones —me apuntó entonces con un dedo acusador.
—Quiero saber tu apellido.
—¡Jo! —se echó a reír.
—O eso, o a la calle.
—Muy bien, adiós —pasó por mi lado después de recoger la bolsa y tuve que detenerla.
—Está bien —me rendí.
Entonces me miró, una vez derrotado, y fue cuando me dijo:
—García.
—No es tan malo —repuse.
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—Sofía García —su bonita cara se arrugó—. Si Vanessa Molins Cadafalch se convirtió
en Vania, yo soy Sofía. A secas. ¿Vale?
—Vale, vale.
—¿Entramos o qué?
—Escucha, si otra vez has de esperarme, no lo hagas fuera, sino dentro. ¿Ves? —señalé
la parte superior del marco de la puerta de mi apartamento—. Ahí hay una llave.
—¿Tienes muchas novias o qué? —bromeó.
—También tengo amigos en apuros... y un par de veces he perdido mis llaves.
Abrí la puerta de mi apartamento y entramos dentro.
—Gracias —suspiró, una vez segura—. Mi compañera de piso tenía un rollo, ¿sabes? Y
la verdad...
—Tranquila.
—No quería comprometer tu reputación —volvió a sonreír con ironía.
—Espero que te cases conmigo.
—¡Uf! —puso cara de asco.
—Ya sabes dónde está el baño, por si quieres ducharte. Yo sólo he de empezar a preparar
las cosas para el viaje de mañana. Podemos pedir una pizza, o comida china, o...
—Llámame algún día, desde donde estés, para darme envidia.
—Masoca.
—Le he dado vueltas en mi cabeza a la historia de la tal Vania —se quitó la cazadora
tejana y la dejó caer sobre mi saco—. ¿Quieres saber qué pienso?
—Sí —reconocí.
—Simplemente creo que tiró la toalla. Llámalo «intuición femenina», o quizá es que
también soy modelo. Pero no puede ser otra cosa.
Sentí un ramalazo de tristeza. No por su intuición, sino por las veces que repetía lo de que
era modelo. Como si quisiera convencerse a sí misma. Vania era una top, única, y había
cien que eran modelos, grandes modelos. Pero Sofía, por desgracia para ella, pertenecía a
las miles y miles que sólo pasarían por algunos catálogos baratos, que harían algunas
cosas con las que subsistir, tal vez incluso ganarse la vida decentemente, o que acabarían
de azafatas o bustos en programas de televisión. Nada más, incluido algún que otro
cuarentón con pasta al llegar a los veinticinco y comprender que a esa edad ya se es vieja
en este mundillo.
Era guapa, estaba delgada, tenía todo lo necesario; sin embargo, como me dijo Carlos
Sanromán, enamorar a la cámara sólo lo hacía una de tanto en tanto. Meterse en la mente
de alguien con sólo mirarle, era un don.
Un don del que Sofía carecía.
Aunque yo no fuese nadie para decírselo.
Tampoco iba a creerme.
—¿Qué te pasa? ¿No me has oído?
—Sí —recuperé el hilo de nuestra conversación—. Pensaba en ello.
—Esa chica estaba unida a las otras dos, y ellas van y se le mueren. Está claro. Tuvo
miedo, se fue a la clínica por lo de la anorexia, y después se largaría a Nueva York o algo
así. O pilló a alguien.
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—Hay que ser de una pasta muy especial, o estar muy harta, para dejarlo todo y
desaparecer. ¿Tú lo harías?
—¿Yo? No, ni hablar. Quiero ser una buena modelo, quiero ser una top, quiero ser la
número uno. Y cuando lo consiga... —apretó los puños y los labios con fuerza.
—Estás loca.
—Sí, sí, loca.
—¿No te hablé de Cyrille, y de Jess Hunt, o de la propia Vania? Pagaron su precio,
¿sabes?
—Mira, Jon: hay un millón de tías en el mundo que darían media vida por ser ellas, y yo
la primera. Ellas la cagaron. Yo no lo haría.
—Ya.
—Bueno, y si la cago, ¿qué? —me desafió—. Habrá valido la pena.
—¿Tú crees?
—¿Estar arriba como estuvieron ellas durante siete u ocho años, cuando eres joven,
viajar, conocer gente, tener poder, ser admirada, ganar la pasta que ganan? ¡Vamos, Jon!
¿Estás de broma? ¡Claro que vale la pena!
—Seguro que cuando Cyrille se suicidó, o cuando Jess Hunt supo que iba a morir a causa
de aquella sobredosis, pensaron: «¿Ya está? ¿Ya se ha terminado todo?» Y entonces
debió parecerles muy breve, espantosamente breve. Como una burla del destino.
—¿Eres un moralista o qué? —me miró escéptica.
—Amo la vida, nada más. Y si mi madre me dice que cuando se está mejor es a los
treinta, y a los cuarenta y a los cincuenta, la creo.
—¡Eso lo dice porque ella ha pasado los treinta, y los cuarenta, y está en los cincuenta,
por Dios!
—Entonces debe de ser porque pienso que el mundo de las supermodelos está viciado, y
que juega con los sueños de sus protagonistas tanto como con los de las millones de
adolescentes que las imitan.
—O los de sus madres, que son las que están gordas como focas, y buscan el éxito de sus
nenas para paliar sus propios fracasos.
—Míralo como quieras, pero si piensas así, es como para preocuparse —quise terminar
aquella conversación—. El éxito a cualquier precio no vale la pena, porque siempre vas a
pagar más.
—Cómo se nota que siempre has vivido de puta madre —chasqueó la lengua mordaz mi
aguerrida amiga—. Voy a pegarme un duchazo, ¿vale?
—Está bien —me relajé.
Pasó por mi lado después de recoger su bolsa.
—¿Sabes lo que pienso? Pues que este trabajo ya te está afectando, y eso que acabo de
conocerte y tú estás empezándolo.
Sí, tenía intuición, desde luego.
Por alguna extraña razón, ya llevaba a Vania metida en la cabeza.
Sofía entró en el baño y cerró la puerta. Yo me senté delante de mi mesa de trabajo,
situada en el ángulo más opuesto de la sala, y comencé a reunir todo lo que había estado
haciendo a lo largo de la semana, las impresiones de los primeros entrevistados. Seguía
sin tomar notas en vivo y sin grabar nada. Para ellos era mejor. Hablaban más y más
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relajados. Después me organicé la vida, es decir, mi viaje a París, Nueva York, Los
Ángeles...
Había terminado unos diez minutos después, cuando de nuevo se abrió la puerta del baño
y reapareció Sofía.
Llevaba algo en la mano.
Un espejito redondo, con dos delgadas líneas de polvo blanco en su superficie.
—Hola —comenzó a caminar hacia mí, sonriéndome con provocación—. Mira lo que he
traído para amenizar la velada.
No soy idiota. Sabía qué era aquello.
No sé si me enfureció más esto o que ella creyera que yo...
Es raro que pierda la cabeza, los estribos. Siempre he sabido reaccionar de forma cauta
ante los hechos inesperados, las situaciones de emergencia o aquellas en que hay que
tomar decisiones rápidas. Sé racionalizar, y más con la mente despejada. Según mi
dilecta madre, es una de mis mejores virtudes, y algo que me viene de casta en mi trabajo
como periodista.
Pero en esta oportunidad perdí la cabeza.
Por ella, porque me gustaba, porque de pronto me fallaba en algo que yo tenía muy claro.
Me dolió.
—¿Estás loca?
La cara se le quedó petrificada.
—¡Mierda, Sofía, mierda!
No lo esperaba, pero yo tampoco. Mi mano salió disparada, impactó en el espejito, y éste
salió volando por los aires. El polvo blanco se convirtió entonces en una especie de nieve
—y nunca mejor dicho—, que flotó en el aire sobre nuestras cabezas, mientras el espejo
se hacía añicos contra la pared.
Sofía quedó aturdida; pero eso solamente duró un segundo.
Luego se convirtió en una furia.
—Pero... ¿qué has hecho? ¡Joder! ¿Qué has hecho? —miró la nube blanca, y luego de
nuevo a mí, con los ojos saliéndosele de las órbitas—. ¡Eres un desgraciado, un borde, un
hijo de...! ¿Sabes lo que valía eso?
Quiso saltar sobre mí, pegarme o arañarme; no lo sé. Pude detenerla e impedírselo. Sus
ojos se le llenaron de lágrimas, pero no me dio pena.
Después la empujé hacia atrás.
Y saqué mi cartera, un billete de diez mil pesetas. Se lo tiré.
—Todavía no eres nadie y ya estás como ellas —musité triste y repentinamente cansado.
—¿Cómo estoy, eh? Vamos, dímelo tú.
—Muerta en vida.
—¡Pero de qué vas!
—Trabajas cuando puedes, a salto de mata, no tienes nada, y te gastas el dinero en eso.
—¡Era un regalo para ti! ¡Unos llevan una botella de vino cuando van a cenar, y yo
pensaba que...! —me miró como si de repente fuese un violador, con asco, y suspiró
incrédula—: Eres increíble.
—Odio las drogas —fui muy claro—. Todo tipo de drogas.
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—¿Qué pasa, que tu mejor amigo murió con la jeringuilla en la vena?
—Da lo mismo. No lo entenderías.
—¿Así que es eso? ¿La falsa superioridad del puro de corazón y fuerte de carácter? ¡Yo
sólo pensé que eras normal!
—Soy normal. Tú no lo eres. Yo no necesito eso. Nunca lo he necesitado.
Ya no quiso contestar. Seguía con los ojos enrojecidos, rabiosa, frustrada por la pérdida
de su material y por el cambio de planes. Pensé que se marcharía, que lo de su amiga era
una excusa. Pero no. Lo único que hizo fue dar media vuelta, y pese a ser muy temprano
se metió en mi cama, apartada lo más que pudo del centro, y me dio la espalda, dispuesta
a dormir.
Eso fue todo.
O sea, que he tenido noches mejores.
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