El presente blog es para dar a conocer libros que yo he leido, lo que les recomiendo, algunos análisis de estos, principalmente me gusta leer novelas, poesía y teatro.
Espero les guste.

Etiquetas

domingo, 29 de septiembre de 2013

Las chicas de alambre cap 6 y 7

VI
Ya no llovía, y la terraza instalada sobre la acera de Gran Vía, al estar cubierta, tenía los
asientos secos, o sería que los empleados acababan de volver a ponerlos no hacía mucho.
Algunas mesas estaban ocupadas y hasta el sol pugnaba por salir rápidamente por entre
las nubes más pertinaces.
Cuatro estudiantes ociosos de una de las mesas cubrieron a Sofía con cuatro densas
miradas. Por sus caras adiviné sus pensamientos. Yo también había jugado a eso siendo
más jovencito. Luego me miraron a mí, valorando qué tenía yo para estar con una chica
tan guapa. Volvieron a lo suyo, aunque de todas formas me puse de espaldas a ellos. El
efecto «catártico» de las modelos, aunque a lo mejor nadie sabe que lo son al verlas, es
bastante sorprendente. Bueno, Sofía simplemente era atractiva. Tal vez no fuera el morbo
interno de toda modelo o candidata a serlo.
Aún no habíamos hablado cuando ya se nos acercó el camarero. Yo solamente quería
tomar una cerveza; pero, dada la hora, no me sorprendió que Sofía pidiera un bocadillo.
—Podíamos haber ido al lado —le sugerí, señalando el restaurante contiguo, La Tramoia,
especialista en tapas rápidas pero buenas.
—Da igual.
Tuve que resignarme al fallo.
—Te debo una cena, ¿vale?
—Vale —aceptó.
Nos quedamos mirando unos segundos, dos o tres, hasta que ella se movió inquieta. Algo
me dijo que vivía muy a salto de mata, y que era un nervio activo no siempre tensado en
la dirección adecuada.
—Me encanta tu cabello —dije patosamente.
—Gracias.
Y los ojos, y los labios, y el cuerpo, y las manos.
—¿Eres amigo de Carlos Sanromán? —le tocó el turno a ella.
—No. Era la primera vez que le veía.
—¿Algo de tu trabajo?
—Sí. Estoy investigando lo que pudo ser de una famosa modelo de hace diez años:
Vania.
—La conozco. Me enseñaron fotos de ella en la academia.
19
—¿Fuiste a una academia de modelos?
—Un tiempo, sí, hasta que me cansé. Valiente panda.
—Pues sigue siendo lo mejor para que te enseñen el oficio.
—Ya —no pareció estar muy de acuerdo con mi apreciación, aunque me parece que sabía
que era verdad, porque después le cambió la cara de fastidio a resignación, como si no
quisiera contarme más—. No se ha vuelto a saber nada de ella, ¿verdad?
—¿De Vania? No, nada. Murieron sus dos amigas, Cyrille y Jess Hunt; el novio de esta
última mató al dueño de la agencia que las tenía contratadas; después, a su vez, murió él,
y tras eso, Vania desapareció.
—¡Jo, no me extraña!
—Bueno, el caso es que nadie puede esfumarse diez años sin dejar rastro.
—¿Tienes alguna teoría?
—Sólo puede estar muerta o viva.
Logré hacerla reír, aunque no había sido mi intención.
—¿Llevas mucho con el tema?
—He empezado hoy.
—¿Y cuánto tiempo dedicas a investigar algo como eso?
—El que haga falta.
—Pues deben de pagarte mucho.
Sabía que después de dejarla compraría Zonas Interiores para buscar algo que hubiese
escrito yo. Y sabía que no tardaría en averiguar que me llamo igual que la directora y
editora, porque siempre he firmado Jon Boix Montornés, así que se lo dije.
—Tengo un sueldo, sí, haga lo que haga. Pero también la suerte de ser bueno, de ser hijo
de dos grandes profesionales del periodismo y la fotografía de los que aprendí, y de que
ella sea la propietaria y directora de Zonas Interiores.
Arqueó las cejas. La había sorprendido bien.
—Genial —movió ligeramente la cabeza de arriba abajo—. Eso es lo que llamo yo tener
las cosas bien agarradas. ¿Y tu padre?
—Murió en un accidente de coche en el que también mi madre salió bastante malparada.
—Lo siento —noté cómo se estremecía—. ¿Tienes hermanos o hermanas?
—No.
—Yo tampoco —me miró a los ojos de una forma especial—, y mi padre también murió
cuando yo era niña.
—Vaya, parece que eso de que «Dios los cría y ellos se juntan» es cierto.
—Oye, ¿tú crees lo que dijo John Lennon, que crecer sin padre te hace paranoico?
—No lo sé.
—Un poco raros sí somos, ¿no?
—Depende. ¿Cómo es tu madre?
—Está loca.
—¿Vives con ella?
—No, con una amiga. Compartimos un pequeño piso de dos habitaciones y paredes de
papel. Pero está bien. Me «abrí» hace ya tres años. No la aguantaba. Tampoco es que me
20
haga mala sangre con eso: vive con una hermana soltera, así que está bien. «Dándome la
vara» de continuo, pero bien.
—¿Cómo decidiste ser modelo?
—Tenía doce años cuando hice el cambio, me estiré, me salieron todas estas cosas —
movió la mano con desparpajo por delante de sí misma—, y todo el mundo decía lo
típico, que si estaba muy buena y que si era muy guapa y que si esto y que si lo otro y que
si lo de más allá. Naturalmente lo que dijo mi madre era que a ver si pillaba un novio con
dinero y hacía una buena boda. O sea, que ser guapa me serviría para eso, ¿captas? Como
puedes imaginarte, me reboté. Lo que intenté fue buscarme la vida, pero también ser
libre. Sobre todo, eso: ser libre. No tener que depender de nadie salvo de mí misma, hacer
lo que yo quisiera y punto. ¿No decían que estaba buena? Pues fui a una academia y me
enseñaron a moverme, a tener gracia, a...
—¿Qué edad tenías?
—Dieciséis —me puso una mano por delante—. Ya sé que empecé tarde, pero mi madre
no quería pagarme las clases porque decía que acabaría siendo cualquier cosa. Tuve que
espabilarme, trabajar y pagármelo yo. No me ha sido fácil, ¿sabes?
—Nunca lo es.
—Ya, vale —asintió con la cabeza—. Pero por lo menos estoy en ello, tengo algunas
oportunidades y me busco otras. A veces me va bien y a veces me va mal. No creo en la
suerte, creo en el trabajo; pero reconozco que la suerte es necesaria. La suerte y conocer
gente. Una cosa te lleva a la siguiente, y así.
—No empezaste tarde —rectifiqué su aseveración anterior.
—Las grandes modelos han sido descubiertas siendo unas crías, tú. Con mis años, ya soy
mayorcita en este tinglado.
—¿Diecinueve?
—¡Aja! Casi veinte.
—¿Qué dijo tu madre cuando... ?
—Puedes imaginarte. Que si acabaría siendo una puta, que aunque lo lograra a los treinta
ya tendría que dejarlo y entonces qué, y todo ese rollo. Claro que aún tiene la esperanza
de que pille a un maromo rico, como si todas tuviéramos que acabar así.
—Es que los ejemplos de algunas modelos y misses españolas son bastante fuertes.
—Me interesa el dinero, mira, pero hacérmelo con un baboso por importante que sea.
—¿Qué harás si no te sale bien?
—Ni idea.
—¿De verdad?
—No quiero pensar en eso —me clavó sus ojos fieros—. Aunque si sigo así, no podré ir
tirando mucho tiempo. Por eso meto la nariz donde puedo, y hago pruebas para lo que
sea. Pero en cuanto te apuntas a un casting, te das cuenta de que hay cincuenta, cien,
doscientas que están como tú de buenas, y encima mejores, o se dejan hacer lo que sea
para conseguirlo.
Comenzaba a ser sincera.
—¿Trabajarías en alguna otra cosa?
—Hombre, no me voy a morir de hambre. Pero por lo menos habría de ser algo que me
gustase.
21
—Lo importante es vivir.
—¿Quién dijo eso?
—Yo.
—Voy a tener que leer algo tuyo —exclamó sarcástica—. ¿Eres buen fotógrafo?
—Creo que sí; pero no de modas, claro.
Acentuó su sonrisa. El camarero se acercaba ya con el pedido, atravesando la calzada
lateral de la Gran Vía.
—Dame tu teléfono —me pidió, antes de que llegara.
Se suponía que eso debía pedírselo yo al despedirnos, o un poco antes, así que volvió a
ganarme por la mano.
Aunque no me importó.
VII
Mi puente aéreo con destino a Madrid salió veinte minutos tarde, lo cual, aun siendo
habitual, era como para respirar aliviado después de los últimos retrasos de hasta una
hora de la semana anterior. Me colé en el avión de los primeros, ocupé una butaca de
ventanilla, y repasé mis notas así como mi plan de acción durante los próximos días. Allí
estaba ya prácticamente todo, a quién debía ver y en qué orden, qué me interesaba y la
manera de enfocarlo. Había conseguido resumir artículos, documentación y datos acerca
de Vania, Cyrille y Jess Hunt hasta el punto de que lo llevaba todo encima, en una
carpeta. El artículo no sólo debía centrarse en Vania. Sus dos amigas formaban parte de
la misma historia. Había sido su muerte el detonante de que Vania dijera basta. Y el
reportaje debía hablar de esas muertes, de cómo unas chicas jóvenes, ricas, famosas y
deseadas habían muerto en la cumbre, justo por aquello por lo que habían luchado
siempre.
Eso representaría hablar de muchos temas, del mundo de la moda, del de las top models,
de drogas, de anorexias y bulimias, del éxito y del fracaso, de las fans, de los referentes
sociales, de por qué los mitos se crean y se destruyen y de por qué influyen tanto en la
gente.
Todo estaba en mis notas, mi equipaje de mano en los siguientes días, mientras durase la
investigación. Era el trabajo del día anterior.
Y no había sido fácil concentrarse.
Sofía revoloteaba de vez en cuando por entre mis pensamientos.
Vivía a salto de mata, tenía más problemas que no quiso contarme todavía, luchaba por
mantener el equilibrio en un universo donde eso es muy difícil. Tenía corazón, voluntad,
y era joven, pero no tonta. Me pareció casi desesperada, llena de rabia, como si el mundo
le hubiese prometido algo que después le hurtó, le escamoteó sacándole la lengua.
Muchas personas son totalmente incapaces de romper los espejos en los que se miran y
de los que se quedan enganchadas.
Romper los espejos.
Me sumergí en el repaso de todo aquello, para memorizarlo una vez más, y el vuelo de
cincuenta minutos se me pasó volando, y nunca mejor dicho. El avión aterrizó en Barajas
a las doce menos cinco de la mañana. No llevaba equipaje, así que salí, me metí en un
22
taxi y le di la dirección de Vicente Molins.
El hombre que, ya con cuarenta años, había seducido a la madre de Vania y la había
embarazado.
Todos los hijos ilegales que se hicieron famosos, y pienso que también los que no se
hicieron famosos, por propia inercia humana, en un momento u otro buscaron a ese
hombre que un día hizo lo justo, lo mínimo, para darles la vida, aunque después les
dieran la espalda. Me venían a la mente algunos casos. Marilyn Monroe se había
reencontrado con su padre. John Lennon, aunque no fue ilegal sino abandonado cuando
tenía cinco años, también. Y Liv Tyler, la actriz, supuesta hija del cantante Todd
Rundgren, que ya mayorcita supo que su verdadero padre era Steven Tyler, cantante del
grupo Aerosmith, tras un desliz materno. Si Vania había hecho lo mismo...
Vicente Molins estaba retirado. Los datos que me consiguió Carmina acerca de él no eran
muy abundantes. Vivía en un céntrico piso de Velázquez, y poco más. En su vida real,
fuera de sus líos amorosos con Mercedes Cadafalch y, tal vez, otras, estaba casado y tenía
dos hijos. Los dos anteriores al nacimiento de Vania. Muy anteriores.
No tuve que hacerme demasiadas cábalas acerca de quién era la mujer que me abrió la
puerta. Superaba las siete décadas, así que según mis datos era Asunción Balaguer, la
esposa de mi objetivo. Le pregunté por su marido y me dijo que no se encontraba muy
bien de salud. Le dije que había venido de Barcelona para verle y eso la hizo ablandarse.
Pero cuando me preguntó por el motivo de mi interés, no le conté la verdad. Hablé de un
viejo negocio. Se extrañó; pero como buena esposa y madre de las de antes, ya no hizo
más preguntas. Lo suyo era estar ahí. Ni el escándalo de la paternidad de Vania había
hecho que dejara a su cónyuge.
Pasé a una sala muy noble. Todo el piso respiraba la misma nobleza. Vicente Molins era
un industrial catalán que había hecho fortuna en la España de Franco y se había quedado
a vivir en la capital del reino. Algo de lo más normal. Los hijos, si nacieron allí,
probablemente habrían provocado que los padres no regresaran a sus lugares de origen.
Negocios, nietos, la vida ya hecha.
El cuadro debía de ser bastante parecido al que imaginé.
Y cuando Vicente Molins fue entrado en la sala, se completó.
Digo que «fue entrado» porque lo llevaba su esposa en una silla de ruedas. Y digo que se
completó porque al verlos juntos tuve la extraña sensación de que allí el tiempo se había
detenido hacía muchos años. De pronto me di cuenta de que la sala era una especie de
mausoleo, llena de fotografías por todas partes, en la repisa de la chimenea, en dos
mesitas, en el piano —porque había piano—, y hasta en una de las paredes. Fotografías
familiares. Toda una vida. Él, ella, los dos hijos, los nietos y nietas...
A los cuarenta años, cuando había seducido a Mercedes Cadafalch, Vicente Molins debía
de ser un hombre atractivo, con encanto y cierto poder. Ahora la decrepitud le había
alcanzado de lleno. Más que delgado estaba enteco, sus ojos se hundían en los cuévanos
como si fueran taladros, apenas si tenía cabello y vestía una bata clásica, gris, a cuadros.
Las manos, huesudas, reposaban en los márgenes de la silla. Me levanté, me presenté, y
esperé a que ella se retirara, todavía suspicaz. Pensé que a lo mejor se quedaba tras la
puerta escuchando.
—Avíseme cuando hayan terminado —me advirtió—. Y no le canse mucho. Más de diez
minutos...
En el momento de quedarnos solos, el hombre me escrutó con mayor intensidad.
23
—¿Le conozco? —quiso saber.
—Me llamo Jon Boix, y soy periodista. ¿Conoce Zonas Interiores?
—Sí.
Sus ojos se empequeñecieron aún más.
—He venido para preguntarle algo acerca de Vanessa, señor Molins.
Los cerró.
—Por favor... —musitó cansado.
—Va a ser muy breve.
No contestó. Debió de pasar así unos cinco segundos. Hasta que volvió a abrir los ojos y
los depositó en mí cargados de dolor.
—Vayase —me pidió.
—¿Quiere que escriba sin más?
—¿Otra vez? ¿Para qué...?
—Hace diez años que su hija desapareció sin dejar rastro.
—¿Y qué? Deje en paz el pasado. Mi esposa ya sufrió bastante cuando aquella revista
publicó la exclusiva de que el padre de esa chica era yo. Han pasado treinta y cinco años
y todavía...
—¿Sabe usted dónde está, señor Molins?
Me miró como si no pudiera creer que le estuviese preguntando aquello en serio.
—¿Yo? No.
—¿Nunca se puso en contacto con usted?
—No, ¿por qué iba a hacerlo? Fue un accidente. Fui su padre por un azar, nada más.
—¿Llama «azar» al hecho de que su madre estuviese enamorada de usted?
Bufó lleno de cansancio.
—Vayase, por favor —repitió.
Iba a llamar a su mujer. En unos segundos me echarían de allí.
—Señor Molins, no volveré a molestarle, le doy mi palabra. Sólo quiero saber si en estos
diez años...
—Ya le he dicho que no —fue categórico—. Su madre y yo tuvimos una historia, mucho
más seria por parte de ella que por la mía. Fue un error, y bien que lo pagué. Aunque me
porté como Dios manda con ella, reconocí a la niña, le di un apellido, y pagué su colegio
y alimentación durante años. En ese tiempo, Vanessa y yo no tuvimos ningún contacto, y
cuando se hizo famosa, aún menos. Renegaba de mí. ¿Qué podía esperarse? Lo entendí.
Nunca fui un padre para ella, ni lo habría podido ser aunque lo hubiera deseado. ¿Cómo
quiere, pues, que sepa ahora dónde puede estar? Tengo una esposa, dos hijos y cinco
nietos y nietas, una de las cuales pronto me hará bisabuelo. Déjeme en paz, por favor, se
lo ruego.
—¿Pudo ponerse en contacto Vanessa con sus dos hermanastros?
—¡No!
Fue casi un grito, y como reacción inmediata se abrió la puerta de la sala y apareció su
esposa. Vicente Molins se agitó en su silla de ruedas. Daba la impresión de que fuera a
sufrir un ataque de algo, pero era más bien la rabia, la furia, la impotencia por verse allí
mientras el pasado volvía una vez más a ponérsele delante.
24
—Le acompañaré a la puerta, señor —me dijo muy seria Asunción Balaguer.
—De acuerdo, gracias —me resigné.
Fue lo último que dije, además de: «Al aeropuerto, terminal 3», al taxista que me recogió,
antes de llegar al puente aéreo de Barajas, para volver a tomer un avión que me
devolviera a Barcelona.

No hay comentarios:

Publicar un comentario