III
-La mayoría de los personajes de la historia vivían fuera, en París, Los Ángeles, SanFrancisco, Nueva York o Madrid, así que pensé que lo más lógico era comenzar por lo
más cercano.
Y nadie más cercano a Vania que su única familia, su tía, la hermana de su difunta
madre.
Volví a levantarme tarde, a las diez, pero esta vez no tenía que ir a la redacción, así que
podía permitírmelo. Me encanta amanecer a mi aire, sin el maldito despertador dándome
el susto habitual. Pude desperezarme, hacer un poco de gimnasia para estar en forma,
ducharme, afeitarme y desayunar. Cuando salí ya tenía las primeras direcciones. Nuestros
servicios de información y documentación funcionaban bien. Es decir: Carmina
funcionaba bien. Era lo mejor de Z.I. Me habría casado con ella de no ser porque los
prefería mayores y tenía diez años más que yo.
Esta vez me llevé el coche, por si acaso. Uno nunca sabe a quién puede llevar a alguna
parte mientras le sonsaca información.
Luisa Cadafalch era una anciana prematura de sesenta y cinco años. Digo prematura
porque nada más verla supe que siempre había sido así, una mujer solitaria y con un poso
de amargura albergado casi como marca de nacimiento en sus genes y en sus raíces. Era
alta, seca, de tono adusto y mirada firme, grave, tan grave como su austera ropa, negra de
arriba abajo. Yo no la había llamado por teléfono para quedar. Por lo que se decía de ella
en los artículos de hacía una década, no me habría recibido ni anunciándole que era la
ganadora de un concurso sorpresa de la tele. Así que mi única opción era presentarme en
su casa y probar. Mi madre opina que «me hago querer» por las mujeres, que la mayoría
«quiere adoptarme» nada más me ven, porque les despierto de forma fulminante su
«instinto maternal». ¿Y quién soy yo para discutir algo tan peculiar con mamá? Ella sabe
más que yo de estas cosas.
Aunque a Luisa Cadafalch no la habría seducido ni Paul Newman, mayor que ella pero
aún apetecible según la mayoría.
Me observó con disgusto. Me acababa de colar en el edificio, aprovechando la entrada de
una vecina, así que ya estaba en su rellano, superado el posible detalle de que no quisiera
abrirme la puerta de la calle si le decía que era de la prensa. Era lista. Supo al momento la
causa de que yo estuviese allí. ¿Para qué, si no, iba a querer verla un miembro del
«Cuarto Poder»?
—Oiga, lo siento, pero no tengo nada que decir —objetó, sin ocultar su disgusto.
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—Señora, sé que han pasado diez años, pero... No hago más que cumplir órdenes. No soy
un paparazzi, se lo aseguro. Sólo trato de...
Le mostré mis manos limpias de sangre. Ni una cámara. Eso la tranquilizó, a pesar de lo
cual no se movió de la entrada.
—¿Van a remover de nuevo todo aquello?
—Pronto hará diez años, comprenda.
—No, no lo comprendo —negó con la cabeza—. Entonces fue muy triste, y ahora me
parece carroñero. Mi sobrina está muerta, ¿entiende?
—¿Cómo dice?
—Muerta, sí— insistió—. Tiene que estarlo. Nadie desaparece sin dejar rastro. Y han
pasado diez años. Eso es mucho tiempo. ¿No cree que si estuviese viva, yo lo sabría?
—Por tanto, no le importará que hablemos...
Suspiró. Parecía agotada, y aún no habíamos empezado en serio.
—¿Qué quiere? —mostró un pequeño asomo de vulnerabilidad.
—Hablar con usted. Sólo cinco minutos. No es demasiado.
—¿Para que luego escriba cualquier porquería sobre Vanessa?
—Si he aceptado este encargo es, precisamente, porque yo la adoraba, señora. Quiero
hablar de su lado humano, de la persona que había en ella, debajo de lo demás.
Me miró como si eso cambiara algo las cosas. Y por lo menos a ella le cambió la cara. De
fiera a resignada. O bien pudiera ser que mi madre tuviera más razón que una santa, y que
siempre conseguía ablandarlas. Hasta a las más duras.
—Pase —se rindió.
Lo hice, por si cambiaba de opinión. Cerró la puerta y luego me precedió por un pasillo
largo y tenebroso que fue haciéndose más claro hacia el final. La sala, que daba a una
galería, era mucho más agradable. Antigua y señorial, pero agradable, no cargada de
pasado. Todo estaba muy limpio, ordenado, en su sitio. Aquí paz y luego gloria. Esperé a
que me indicara dónde sentarme y lo hice. Nada de butacas o el sofá. Una silla, dura y
espartana. No saqué ningún bloc, para no impresionarla ni molestarla. En cuanto a mi
credencial de periodista y la de Z.I., ya las había guardado tras habérselas mostrado.
—¿Quiere beber algo?
—No, gracias. Se lo agradezco.
—Bueno —se cruzó de brazos—. Sabía que tarde o temprano volverían y no me dejarían
en paz. Espero que usted sea el primero y el último.
Yo también lo esperaba.
Traté de no ir directo a lo más importante, lo que me acababa de decir acerca de que tenía
que estar muerta. Opté por un pequeño rodeo discrecional.
—Señora Cadafalch, ¿cómo la recuerda?
—¿Que cómo la recuerdo? —su cara se revistió de abstracciones—. Pues como una chica
que lo tuvo todo y no se dio cuenta de ello. Le sucedió demasiado pronto. La belleza no
siempre es llevadera, aunque nunca entendí porque causaron tanta conmoción, ella y sus
amigas, con lo delgadas que estaban. A veces pienso que fue una maldición. Mi hermana
pequeña también era muy hermosa.
—¿Por qué no estuvieron más unidas? —hice la primera pregunta delicada tal vez de una
forma demasiado prematura.
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—Cuando Mercedes, la madre de Vanessa, quedó en estado, fue muy duro. Ella misma se
apartó de la familia, por vergüenza, y porque, pese a todo, quería a aquel hijo de... —se
comió la expresión—. Yo supe que salía con un hombre casado cuando ya era tarde.
Después, optó por ser valiente, salir adelante por sí sola. Nos distanciamos. Vanessa
creció únicamente con su madre; yo la veía muy poco, y cuando Mercedes murió y mi
sobrina se quedó sola...
—Ya era famosa.
—Sí.
—No necesitaba a nadie.
—Eso debió de creer, aunque yo la habría ayudado, ¿sabe?
Supuse que era cierto, pero no me imaginé a Vania viviendo con su tía o dejando que su
tía se convirtiera en su consejera, amiga, hada madrina...
—¿Eran amigas?
—Sí —dijo, segura de su respuesta—. Pero creo que yo le recordaba el pasado. Vanessa
me quería. Lo sé. Pero confiar, sólo confiaba en su criada. Bueno, ella decía que era más
bien su «chica-para-todo», secretaria, asistente, protectora... Yo no sé de dónde la sacó.
Era mulata, suramericana o algo así. Esa mujer la cuidaba, la protegía, la mimaba.
—¿Sabe cómo se llamaba?
—No.
—¿Y dónde puede estar ahora?
—Tampoco. Me parece que cuando Vanessa se casó con aquel impresentable, ella se fue.
Pero no estoy segura. De cualquier forma, y dijera lo que dijera mi sobrina, era la criada
y punto. Le tomó cariño y confianza, pero...
—¿Sabe si Vania, perdón, sabe si Vanessa —me costaba no llamarla por su nombre
artístico y profesional— tuvo contactos con su padre al morir su madre?
—Lo dudo. Valiente cretino. Nunca he sabido nada de él, salvo que se llamaba Vicente
Molins y que vivía en Madrid, aunque parece que se pasaba mucho tiempo fuera de casa.
Tenía los datos del padre de Vania, así que no seguí por ahí. A Luisa Cadafalch la
molestaba hablar de él. Tampoco yo estaba muy seguro de lo que aguantaría el
interrogatorio.
—¿Qué recuerda de la marcha de Vanessa?
—Pues no demasiado. Yo no estaba ahí, así que... —puso cara de resignación—. Después
del juicio por el asesinato de aquel hombre, estuvo en una clínica para combatir su
anorexia antes de que fuera tarde, y tras eso... hizo las maletas y se fue. Estaba harta.
Harta de todo, como ya se dijo entonces. Me llamó, me dijo que estaría mucho tiempo
fuera y eso fue todo. Le pregunté adonde iba y me dijo que aún no lo sabía, pero que
necesitaba descansar y reflexionar. La noté muy cansada, agotada. De pronto un día me
llamaron a mí, por ser su único familiar legal ya que su padre no contaba, y me dijeron
que tenía que recoger las cosas que ella había dejado en su piso. Era de alquiler y el
contrato había vencido. Nunca quiso tener nada suyo, eso sí lo sé. Decía que todo era
efímero, así que... metía el dinero que ganaba en un banco y punto.
—¿Cuánto tiempo había pasado desde su marcha hasta que la llamaron por lo del piso?
—Dos años. Ella dejó pagado el alquiler de ese tiempo mediante una cuenta en un banco.
Ni envió más dinero, ni se puso en contacto con los administradores para una renovación,
ni hizo nada de nada. Como no se sabía dónde localizarla, me avisaron a mí. Tampoco es
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que hubiera gran cosa en ese piso. Conserve un par de cajas con fotografías familiares
que guardé, y el resto lo di para la beneficencia, aunque como ya le digo, no era mucho.
Su ropa, sus objetos más personales, se los llevó con ella.
—Sin embargo, si pagó el alquiler del piso, es que pensaba volver.
—Cierto.
—¿Por eso piensa usted que está muerta?
—¿Qué otra cosa si no?
—Puede estar en cualquier parte, lejos de todo.
—¿Y la fama? —lo dijo como si eso fuera terminante—. Vanessa se hizo famosa. Era
famosa. A veces las estrellas, del tipo que sean, se cansan de su fama; pero tarde o
temprano todas vuelven a ella.
—Algunas no. Recuerde a Greta Garbo.
—Oh, sí, bueno... Casos aislados.
—Pudo serlo ella.
Notó que estaba de parte de Vania. Lo vio en mis ojos. Eso la relajó un poco más. A
veces, por debajo de su costra, asomaba la humanidad de una mujer hablando de su única
sobrina, la inesperada top model producto de una locura de su madre.
—Pienso que si Vanessa hubiera muerto, se habría sabido, y a usted se lo habrían
notificado —insistí.
—Yo pienso que si viviera, diez años es mucho tiempo para no ponerse en contacto con
su única familia.
Estábamos empatados.
Y no sólo eso: mi primera y mejor pista para saber la verdad no había dado resultado.
La pregunta era: si Vania aún vivía, ¿quién podía saberlo?
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