IV
Estaba empezando a llover cuando aparqué el coche a menos de veinte metros deledificio donde Carlos Sanromán aún tenía su estudio de fotografía. Hacía veintidós años
que allí mismo, una adolescente Vanessa Molins Cadafalch comenzó a transformarse en
Vania, la top model. Una portera de las de antes, rolliza y majestuosa, me preguntó cuál
era mi destino, aunque por mi aspecto ya sabía más o menos que iba al estudio
fotográfico. Se lo confirmé y eso fue todo. El ascensor me dejó en el ático.
Sabía que muchas de las personas a las que quería entrevistar no aportarían nada o casi
nada a la historia, y mucho menos me darían una idea del posible paradero de Vania.
Pero eran necesarias para el reportaje, indistintamente de que al final localizara mi
objetivo. El tiempo siempre suele dar una perspectiva distinta de las cosas, hace que los
involucrados se calmen y, al girar la vista atrás, son incluso más libres, ecuánimes. El
fotógrafo que le hizo aquella primera gran sesión y las fotos que le abrieron camino, el
noviete de los dieciséis años, su padre... todos eran ingredientes superfluos en la parte
final de la historia, la desaparición de Vania, pero esenciales en un reportaje que hablara
de ella desde el punto de vista de su vida, su carrera, su persona.
Y de todas formas... quién sabe. Si no fuera optimista no me dedicaría a esto. Sería
entrenador de fútbol.
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Carlos Sanromán rondaba los sesenta años, y me abrió la puerta armado de una
espectacular Nikon de las de antes. Todo el ático era su estudio, luminoso y abierto,
espacioso y sin nada que impidiera hacer fotos desde cualquier parte. Por detrás de él vi a
una modelo estirándose y aprovechando el breve descanso que mi llamada le
proporcionaba. Estaba de pie, delante de un fondo de color rojo brillante, sin nada más.
Debían de preparar una colección de trajes de baño, porque llevaba uno de una sola pieza,
extremadamente ceñido. Tuve que concentrarme en el fotógrafo.
—Hola, me llamo Jon Boix. Me gustaría hablar con usted cinco minutos.
—Ahora tengo una sesión, chico —¿por qué la gente mayor se empeña en llamar «chico»
a los que tienen menos de treinta años?—. Me temo que... —se detuvo de pronto y
frunció el ceño—. ¿Boix?
Mi apellido no era nada común. Y a veces hay quien tiene memoria y todo.
—Soy hijo de Paula Montornés y Jaime Boix.
—¡Pero bueno! —le cambió la expresión.
—Es importante —aproveché para acabar de concretar la cosa.
—Pasa, hombre, pasa —se apartó—. Acabo en quince o veinte minutos —hizo un gesto
significativo y agregó—: Primero he de acabar la sesión, ya sabes que ésas cuestan
dinero.
«Ésa» era la modelo, que ahora estaba cruzada de brazos esperando con cara de aburrida.
Entré dentro. Sabía por experiencia que cuando un fotógrafo está en plena sesión no le
gusta tener público, y lo mismo podía decirse de las modelos. Suelen estar hartas de
mirones a los que se les cae la baba. De cualquier forma, la de Carlos Sanromán no era
precisamente una top, se notaba. Había decenas como ella, todas aspirantes a la gloria,
aunque por el momento se conformasen con arañarle un poco a la vida.
—¿Dónde puedo... ?
—Mira, me esperas aquí. No tardo.
Abrió una puerta que daba a una especie de vestidor. Dentro estaban los trajes de baño
que se había puesto o debía ponerse la modelo, y también su ropa. El conjunto hacía las
veces de sala de estar, salón de maquillaje —porque había un gran espejo lleno de luces
— y, por supuesto, vestidor.
Yo lancé entonces una última mirada a la chica. Era preciosa.
—Oye —me miró de hito en hito, antes de retirarse para aprovechar el tiempo que
pagaba a precio de oro—, ¿de qué quieres hablarme?
—De Vania.
—Oh.
Abrió los ojos, asintió con la cabeza y eso fue todo. Se retiró.
No fueron veinte minutos, sino treinta, pero tampoco los pasé encerrado en la salita. Dos
veces se abrió la puerta y entró la modelo, para cambiarse.
—¿Te importa?
—No, no.
Esperé fuera, pero sin hablar. Carlos Sanromán cambiaba las luces, movía los paraguas,
subía el fondo de color rojo y desenrollaba otro de color verde. A un lado de la amplia
estancia-estudio vi un sinfín de objetos de atrezzo, sillas, butacas, columnas, sombreros,
pieles, motivos ornamentales diversos. Las fotografías siempre eran pequeños espacios
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acotados en los que todo estaba en su sitio, igual que en las películas. Pero fuera de
cámara el mundo cambiaba, se hacía caótico.
Ella salió la primera vez con un biquini muy sucinto, de color naranja. La segunda lo hizo
con otro traje de baño de una sola pieza, negro. En las dos ocasiones nos miramos. Yo
con interés. Ella sin excesiva pasión. Para una modelo, ser atractivo no basta, así que yo
debía de ser del montón para ella, aunque no se tratase de una famosa top.
Estaba lloviendo fuerte.
Treinta minutos después de mi llegada, y con las últimas fotos hechas, la chica regresó al
vestidor y yo salí para hablar con Carlos Sanromán. Ella parecía cansada.
—Bien, bien, bien... —el fotógrafo me pasó una mano por los hombros—. Así que vais a
remover el tema, ¿eh?
—Hace diez años que Vania desapareció.
—¿Diez ya? —silbó—. ¿Quieres sentarte?
No había dónde, como no fuéramos a la zona de atrezzo a rescatar un par de sillas. Le
dije que no y nos acercamos al ventanal.
—¿Cómo está tu madre?
—Muy bien.
—Bueno, la revista ya la veo, por supuesto. Cada semana. Es de lo poco inteligente que
se hace ahora mismo en este país. Lo justo de sensacionalismo, lo justo de verdad, lo
justo de imagen, lo justo de texto.
Si mi madre le oyera decir que en Zonas Interiores había «lo justo de sensacionalismo»,
le daba un síncope. Se preciaba de hacer la única revista sin el morbo del
sensacionalismo, o sea, sin nada «amarillo» en sus páginas, de la prensa libre española.
—Pues... tú dirás —me invitó a preguntarle.
—Quiero hacer una retrospectiva, hablar de ella y también de Jess y Cyrille. Pero no sólo
eso. También nos preguntamos dónde puede estar Vania.
—¿Tú sólo? A veces yo me hago la misma pregunta. Ha desaparecido de la faz de la
tierra, y eso es algo insólito.
—Nadie desaparece sin dejar rastro —argüí.
—Pues ella lo hizo, mira. Lo suyo fue... —reflexionó de nuevo en torno a lo del tiempo
—. ¡Diez años ya! ¡Es increíble!
Carlos Sanromán tampoco tenía ninguna pista de su paradero, era obvió.
—¿Cómo debe de ser ahora? —le pregunté.
—¡Uf! —ladeó la cabeza, como si imaginárselo le costara un gran esfuerzo—. La
anorexia casi la mató, debes saberlo, pero aun con ella... era preciosa, única. Ahora
tendría treinta y cinco años, así que... La plenitud, chico. La plenitud. Toda una mujer.
Se me puso un nudo en la garganta. A veces pienso que las cosas hermosas deberían
existir eternamente.
—¿Siempre fue anoréxica?
—No, que va. Al comienzo era una chica normal, alta y delgada, por supuesto, pero
normal. Lo de pasarse, porque se pasó, fue a partir de los quince o dieciséis. En aquellos
días el culto al esqueleto más que a la forma femenina se hizo religión oficial. Los
modistos las querían sin nada, sin pecho, sin caderas, casi sin rostro, aunque parezca un
contrasentido, andróginas, para poder moldearlas a su antojo con cada colección y cada
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pase. Puro cool, frialdad. Pero claro, no todas servían. No bastaba con estar delgadas. La
magia de esas chicas reside en lo que desprenden, lo que emanan. Es como un aroma
visual que las distingue. Y eso, o se tiene o no se tiene. Ésa es también la diferencia entre
una modelo normal y una top. Cindy Crawford no estaba precisamente superdelgada.
Estaba bien. Vania, Jess, Cyrille pertenecían al tipo de Stella Tennant, Trish Giff, Kate
Moss... Bueno, ya sabes, ellas fueron el símbolo y por eso las bautizaron como Wire-
girls.
—¿Qué sensaciones tiene de aquellos días, la primera vez que la vio, lo que sucedió con
sus fotos...?
—¿Qué puedo decirte? —sonrió melancólico—. Hay cosas que pasan una o dos veces en
la vida, a lo sumo. El tipo que descubrió a Rita Hayworth, el que le hizo aquellos
desnudos a Marilyn Monroe... Siempre he fotografiado chicas —señaló la puerta tras la
cual debía de estarse cambiando la modelo—. Todas han sido hermosas, o han tenido
algo especial... De lo contrario, no servirían para eso; pero cuando vi a Vania a través del
visor de la cámara... Estaba ahí, ¿entiendes? Se puede estudiar para ser modelo, sí, pero
nadie puede enseñarte a mirar a una cámara. Esa mirada lo es todo. Y en su caso toda ella
se salía, atravesaba el espacio, se te metía dentro. ¡La misma cámara la quería, que es
algo esencial! No sólo eran aquellos ojos siempre tristes, su aspecto lánguido, su
inocencia plagada de ternuras, también era el morbo que eso producía. Tenía trece años.
¡Trece años! Pero no me equivoqué. En cuatro años ya estaba arriba. Yo creo que Vania
nació sin edad. Te podría decir la clásica frase de que era una mujer atrapada en un
cuerpo de niña y bla, bla, bla, pero era más.
—¿La solía ver a menudo?
—Después de su salto, ya no. Soy un buen fotógrafo, me gano la vida, pero no era ni soy
Richard Avedon. Ni siquiera Paula Montornés —sonrió—. Gané bastante con aquellas
fotografías y otras que le hice antes de los diecisiete años, pero después de eso... Y no me
quejo —movió la cabeza con tristeza—. No todo el mundo tropieza con algo así. ¿Sabes?
No he vuelto a sentir lo mismo jamás. Una sola vez. Con ella. Todas son preciosas, todas
hacen que los hombres las miren, y las deseen; pero sólo hubo una Vania, como sólo
hubo una Jess Hunt, una Cyrille, una Linda Evangelista, una Naomi Campbell, una Cindy
Crawford o una Claudia Schiffer —volvió a cambiar el gesto—. ¿Ves la Schiffer? No es
guapa. ¡Dios, no lo es! Pero sabe posar, y brillar como una diosa. Pero es incluso fea, ¡de
verdad!
La puerta de la salita-vestidor se abrió. La modelo, ya vestida de calle, con unos
vaqueros, una blusa y una cazadora, mucho más normal y discreta pese a que a mí seguía
pareciéndome una monada, ni siquiera se acercó a nosotros. Daba la impresión de ser
muy seria, o andar preocupada con algo.
—Adiós —se despidió desde la puerta.
—Adiós, nena —se puso condescendiente el fotógrafo.
Desapareció, y yo continué hablando de lo divino y lo humano de aquellas niñas-diosas
con Carlos Sanromán, escarbando en sus recuerdos por lo visto generosamente dotados
en todo lo concerniente a Vania.
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