En el contestador automático tenía un solo mensaje, pero valía por diez. Me animó el día.
—Hola, soy yo, Sofía. Sólo quería decirte que me lo pasé genial contigo, y que teniendo
en cuenta que no estaba muy fina que digamos... Bueno, que me encantaría volver a verte
para que me invites a esa cena. Llámame cuando estés de vuelta, o cuando quieras.
¡Chao!
Estuve a punto de hacerlo ya mismo, pero primero el trabajo. Después de todo tenía que
haber ido a la redacción en persona para hablar con mi madre. Era lo más justo. Me quité
la chaqueta, me derrumbé sobre la butaca-saco encima de la cual solía dejarme caer para
llamar por teléfono o ver la tele, y marqué el número de la revista.
El teléfono apenas si sonó una vez al otro lado.
—Zonas Interiores, ¿dígame?
—Hola, cariño. Ponme con mi madre.
—Un día te grabaré lo de «cariño» para pedirte una pensión —me dijo Elsa, muy
animada pese a la hora.
—No te he hecho ninguna promesa.
—¿No te parece poco promesa lo de «cariño»? Si pesco a una buena juez feminista...
—Elsa, no seas mala.
—Espera. Acaba de colgar —me informó—. Te paso, «cariño».
La voz de mamá suplió a la de Elsa casi al unísono.
—¿Sí, Jonatan?
Menos mal que no me llamó Alejandro José o algo parecido al nacer. Es de las que se
hubiera llenado la boca diciendo todo el santo nombrecito.
—Hola, mother.
—What's up? —estuvo a la altura.
Si yo sigo en inglés, ella sigue en inglés, así que para no pasarme volví a lo patrio.
—Acabo de llegar de Madrid.
—¿Y?
—Nada. Vicente Molins no tiene ni repajolera idea de dónde pueda estar su hija, ni de lo
que pasó, ni de por qué se largó. Vive anclado en una silla de ruedas, protegido por una
inefable esposa. Vania no tenía a su tía ni a su padre en muy buen lugar, como se ve.
—¿Qué pasos piensas seguir ahora?
—Mañana me dedicaré a los de aquí, para completar el reportaje en su parte... más o
menos histórica. Iré a ver al que se enrolló con ella cuando tenía dieciséis años, y después
al músico, el cantante con el que estuvo liada a los veinte. Cuando cierre el pasado más
remoto, pensaba dedicarme a encajar las piezas de los últimos meses, el año de la muerte
25
de Cyrille y de Jess Hunt, el juicio... Iré primero a París para hablar con la mujer de Jean
Claude Pleyel y con el que se trajo a Cyrille a Europa. De París saltaré a Nueva York,
para ver al ex marido de Vania. Después, Los Ángeles, a por los padres de Jess Hunt, y a
San Francisco, a por los padres de Nicky Harvey. Con eso terminaré por allí.
—No está mal —bromeó mi madre—. ¿No hay ningún testigo en Hawai?
—No, pero puedo preguntar, o hacer una escala técnica.
—Jonatan...
Me conocía, sabía que no dilapidaría nunca una peseta —o un dólar— sin motivo alguno.
De cualquier forma era un buen periplo. Casi excesivo por un reportaje de alguien de
quien no se sabía nada desde hacía tantos años y que, por tanto, podía escribir en casa,
cómodamente sentado, extrayendo los datos de cuanto se escribió una década antes.
Aunque el quid no era ése.
—¿Todavía tenemos las mismas vibraciones, verdad, Jon?
—Sí, mamá. Por mi parte, sí. Vania no puede estar muerta.
—¿Lo crees o lo deseas?
Era más lista que el hambre.
—Lo deseo, pero también lo creo. Si no, no perdería el tiempo.
—Claro, con lo que a ti te molesta volar.
Me encantaban los aviones, viajar, moverme. Por eso soy periodista.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Sí, lo sé —suspiró ella, a través del hilo telefónico, posiblemente cansada tras un duro
día de trabajo que aún no había terminado—. Pero me pregunto dónde puede estar
alguien como ella.
—París, Londres, Roma, Nueva York...
—Justamente ahí es donde no la ubico.
—¿Por qué?
—¿Alguien que quiere desaparecer, se va a ir a un lugar donde, por millones de personas
que haya, siempre será mucho más fácil que se le reconozca?
Bingo.
—¿Adonde irías tú? —le pregunté.
—¿Yo? A la Polinesia, desde luego. Un cocotero, una playa azul. ¿Que más puedo pedir?
—O sea, que por más que lo intente, no voy a dar con ella.
—Yo no he dicho eso. Tú eres bueno.
—Pero nos saldría mucho más barato contratar a un detective.
—No —mamá se puso reflexiva—. Hay que situarse en el punto en que Vania
desaparece. ¿Qué pasó? Por un lado, la muerte de sus dos mejores amigas, dolor para
empezar y soledad para terminar; por otro, el juicio por el asesinato de Pleyel, que la
enfrentó a la opinión pública, la situó en el ojo del huracán y acabó de destrozarla
anímicamente; en tercer lugar, el peligro que suponía su anorexia. Una clínica, de la que
se dijo salió recuperada y en proceso de normalización, y luego... Tiene todos los
ingredientes para hacer lo que hizo: colgar los hábitos y largarse al último rincón del
mundo. Pero también pudo ser que no superara la anorexia y acabara muriéndose en
cualquier parte, en secreto o sin documentos. Y aunque los tuviera, no olvides que en
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ellos ponía Vanessa Molins Cadafalch, no Vania.
—También puede ser que su cuerpo aún no haya sido encontrado —mencioné yo. —
¿Suicidio? Me estremecí.
Era la primera vez que lo pensaba, y que la palabra sonaba en voz alta.
—Todo es posible, ¿no crees, mamá? —Lo más normal es que esa gente a la que vas a
ver no sepa nada de su paradero, porque ninguno de ellos o de ellas da la impresión de
haber estado lo suficientemente cerca de Vania. Eso no quiere decir que no debas verlos.
Pero... presta atención a los pequeños detalles, a las palabras que no parecen importantes,
a los nombres que salen y parecen pasar de largo, en un suspiro. No sé si me explico.
—Como la letra pequeña de los contratos.
—Exacto. En esa «letra pequeña» suele estar muchas veces el auténtico contrato. Lo
mismo puede que pase en cualquier momento. Vania pudo hacer o decir algo.
—¿Sabes una cosa? Pensar en voz alta ayuda.
—Mira éste. ¿Te crees que no lo sé?
—Te iré llamando a medida que sepa cosas, para seguir «pensando» en voz alta.
—Pásate por la redacción antes de irte a París y a Estados Unidos.
—No tengo más remedio. He de recoger los billetes de avión y unos cuantos dólares.
—¡Tráete los justificantes de gastos, no los pierdas, o los de administración...!
—Lo sé, mamá, lo sé.
—Con ésos no hay hijo que valga, recuerda.
—Te quiero.
Lo dije en broma porque hablábamos de dinero, pero ella se lo tomó en serio. Supongo
que tenía una de esas épocas... Bueno, da igual.
—Yo también, Jonatan.
—Adiós.
Colgué, pero ya no dejé el auricular en su receptor. Miré el número de Sofía y lo marqué.
Esta vez escuché hasta tres zumbidos antes de que al otro lado alguien atendiera mi
llamada.
—¡Hola! —dijo una voz femenina muy jovial.
No era ella.
—¿Está Sofía?
—¿Quién eres?
—Jon.
Tapó el auricular con la mano, sin responderme; pero pese a ello, escuché su grito nada
disimulado.
—¡Oye! ¿Estás para un tal Jon, o John, o...?
Volvió a mí al instante.
—Ahora se pone.
No esperé demasiado. La voz de Sofía surgió con mucho menos ánimo que la de su
compañera de apartamento, pero por lo menos con mucha más naturalidad.
—¿Jon?
—¿Cómo estás?
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—Pse.
—¿Algo del casting?
—No, y ya no van a llamar. ¿Y lo tuyo?
Le había hablado de Vania, y de lo que estaba haciendo. Me gustó su recíproco interés.
—De momento, en pañales; pero sigue siendo apasionante. Oye —eché un vistazo a mi
reloj—, acabo de llegar de Madrid. ¿Haces algo?
—No, nada.
—¿Sigues siendo una chica pobre que lucha por salir adelante y a la cual la cena gratis
que le debo le viene muy bien?
—Gracioso —me espetó con un tono agudo.
—¿Te recojo en una hora?
—Si vienes con la moto, sí.
—Hasta luego.
Eso fue todo.
IX
El primer amor serio de Vania, pese a que por entonces, a los dieciséis años, ya iba
directa a la fama, había sido de lo más vulgar. Tomás Fernández. No lo digo por el
nombre, claro. Lo digo porque el tal Fernández, por entonces, tenía diecinueve años y no
era más que un guaperas con aire de macarrilla. Recordaba haber visto sus fotos, y algo
de él en televisión, aprovechándose del momento, tras la muerte de Cyrille y de Jess y la
desaparición de Vania. Lo mismo que el primer oscuro marido de Marilyn Monroe se
buscó la vida, a él no le importó ser lo mismo, el oscuro primer novio de la más famosa
de las tops nacionales de su tiempo. Además, salir con ella le había abierto algunas
puertas, así que hizo pequeñas cosillas antes de que fuera sepultado por su falta de clase.
En fin, que no siempre las más bellas se enamoran de los tíos que puedan estar a su
altura.
Cuando digo que el corazón femenino es imprevisible...
A Carmina tampoco le había costado mucho dar con él. Las babosas dejan un rastro.
Diecinueve años después de la breve relación sentimental con Vania, Tomás Fernández
seguía buscándose la vida como lo que era: un listillo.
Ejercía de relaciones públicas en una discoteca marchosa, para noctámbulos selectos. O
sea, que seguía siendo un macarrilla sin clase pero con percha.
No sé por qué odio a los relaciones públicas de las discotecas. Será porque me parecen
gigolós encubiertos, o chulos con licencia para ejercer, o depredadores de la noche cuyo
único propósito es meter gente en el local que les paga y, de paso, sacar la mejor de las
tajadas, en dinero o en carne.
Vivía en una torrecita, discreta y humilde, aunque fuese en Sant Just Desvern.
—¿Sí?
Me abrió la puerta en calzoncillos, y con cara evidente de haber sido despertado con mi
llamada. No me sentí mal por eso. Y aún menos al verle. Treinta y ocho años, cabello
alborotado y agitanado, pelín largo, torso peludo, un tatuaje hortera en cada brazo, un
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poco más abajo de los hombros, cuerpo trabajado por lo menos con un par de horas de
gimnasio al día, mandíbula cuadrada.
—¿Tomás Fernández?
—¿Qué pasa? ¿Sabes qué hora es?
—Las doce —le informé.
—¡Joder! Acabo de meterme en la cama hace menos de cuatro horas.
—¿Puedo hablar con usted? —me negué a tutearle, aunque a mí todo el mundo me
tuteaba.
—¿De qué?
—De Vania —le enseñé mi carné de periodista y el de Zonas Interiores.
Eso último le hizo abrir los ojos.
—¿Zonas Interiores?
—Estamos haciendo un reportaje.
Ahora ya sí. Se despejó de golpe. A falta de un buen café pero... se despertó de golpe.
—¿Cuánto vais a pagar?
Me entraron ganas de reír. Traté de comportarme.
—Nada.
—¿Cómo que nada? Lo que sé vale una pasta, ¿no?
—Lo que sabe lo contó hace diez años, así que no tengo más que leerlo y repetirlo —dije,
sin cortarme un pelo—. Pensaba que ahora querría hablar por simple espíritu de
colaboración... además de salir en Zonas Interiores y de la publicidad que eso siempre
comporta.
No supe si iba a cerrarme la puerta en las narices o si meditaba lo que acababa de decirle.
Finalmente fue eso último.
—Hace diez años cierta prensa me puso a parir de un burro, como si yo tuviera la culpa
de algo —se quejó.
No se había enterado de nada, así que tampoco le dije la verdad, que los horteras listillos
no caen bien. Me las ingenié de nuevo para acercarle a mi parcela.
—Porque vendió la exclusiva. El que paga tiene derecho a decir lo que quiera, y cuanto
más haya pagado, más largará. Yo no pienso hacer eso. Escribiré de usted objetivamente.
Eso acabó de convencerle, o sería que no estaba para discusiones. Se apartó de la puerta y
entré adentro. Todo estaba revuelto, en desorden, pero encontré una butaca libre.
Esperaba ver salir a una rubia teñida de alguna parte, pero, casualidad o no, esa noche
Tomás Fernández había dormido solo. Desapareció cinco minutos en el baño y otros
cinco en la cocina. Ya lavado y con una taza de café en la mano, volvió a mi encuentro.
Eso sí, todavía en calzoncillos.
—¿Qué puedo contar diez años después? —fue sincero.
—Los recuerdos puede que ahora sean distintos, y que vea la historia con otra
perspectiva.
—No, sigue siendo la misma —movió la cabeza indiferente—. Conocí a Vanessa, nos
enamoramos, perdí el culo por ella; ella creo que por mí, aunque después lo negó, y
vivimos uno de esos amores que dejan huella. Para ella fui el primero, ¿entiendes? Eso
cuenta, y más en una chica.
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—¿Volvió a verla?
—No.
—¿Nunca le llamó para...?
—Nunca, ¿por qué iba a hacerlo?
—Porque a veces el primer amor no se olvida, y queda algo.
—Vanessa estaba subiendo como la espuma —confesó—. No paraba nunca en
Barcelona. Contratos, pases, viajes... A mí me ponía a mil, claro. Lo mismo que
enloqueció a miles de tíos. Pero, ¡qué coño!, éramos unos críos. Se nos fue de las manos
y ella acabó «pasando» después de una pelea. Supongo que se olió la fama, así que no
puedo culparla. ¿Qué podía hacer yo? ¿Actuar de manager, de secretario, de
guardaespaldas? El mercado también tiene sus leyes. Las tops han de ser libres o andar
jugando con roqueros, que es lo que se lleva.
—¿Nunca le contó nada especial, le habló de un sueño, le dijo lo que haría si un día lo
dejaba? —recordé lo que me había dicho mi madre la tarde anterior.
—No recuerdo ni de qué hablábamos. Yo procuraba pasar el tiempo que podía en la
cama, aunque ella...
—¿Qué?
—Bah, nada —hizo un gesto vacuo.
—No creo que tuviera problemas con el sexo.
—Supongo que yo la enseñé —reconoció fatuamente—, pero estaba tan pendiente de su
cuerpo y de su belleza que... ¿Has salido con alguna modelo?
—Sí.
—Entonces ya sabrás de qué te hablo —puso cara de idiota—. «No me aprietes los
brazos que me dejas marcas.» «Cuidado con el cuello que se queda rojo y después se
nota.» «Ahora no...»
Ya tenía ganas de irme de allí, pero le hice aquella pregunta:
—¿Qué pensó al verla convertida en una de las chicas más admiradas del mundo?
—¿Qué querías que pensara? Pues que por lo menos yo había sido el que la estrenó.
Era un cabrón. Había tenido en los brazos el Sol y lo había dejado caer en la noche. Tuvo
a una rosa entre las manos y la aplastó. Pudo haber retenido el agua de la lluvia, pero se
lavó con ella. Un maldito cabrón.
El primero de los muchos con los que, seguramente, habría tropezado Vania... y todas las
mujeres guapas que, por el simple hecho de serlo, tenían que aguantar a todos los tipos
convencidos de que podían tenerlas, o comprarlas, como si tuvieran un precio.
Aunque algunas también participaran de esa guerra sembrando truenos.
—¿Cree que Vania puede estar viva después de diez años de silencio?
Fue categórico:
—No, seguro. Cuando se quiere llegar a la cumbre, como quería llegar ella, y se está
dispuesta a pagar el precio que sea por conseguirlo, no se deserta. Vanessa llegó. Si no
está ahí ahora, es porque está muerta. No sé dónde, ni cómo, pero ha de estarlo. Leí lo de
la clínica, por lo de la anorexia. ¿Salió bien? Y un cuerno. Murió y alguien la enterró en
secreto, sin publicidad. Su tía o... vete a saber quién. Pero ha de estar muerta. No tendría
sentido si no fuera así. Muerta.
Lo dijo sin ninguna pasión, sin sentimiento.
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Y supe que me iba a costar mucho meter a Tomás Fernández en mi reportaje sin decir
exactamente lo que era.
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