El presente blog es para dar a conocer libros que yo he leido, lo que les recomiendo, algunos análisis de estos, principalmente me gusta leer novelas, poesía y teatro.
Espero les guste.

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domingo, 29 de septiembre de 2013

Las chicas de alambre cap.2

II
¿Quién tiene la oportunidad de buscar a la chica que le hizo soñar durante la primera
adolescencia, y encima que le paguen por ello?
Amo mi trabajo. Creo que es el mejor de cuantos hay. Te permite viajar, conocer gente,
escribir acerca de muchas cosas, fotografiar la vida —y a veces la muerte— y, en
general, percibir de una forma distinta el mundo, así que también lo entiendes un poco
mejor. Para muchas personas, no saber dónde vas a estar mañana es un conflicto, una
suerte de caos mental. Para mí, no. Es parte del sabor, parte de la emoción. Claro que no
puedes quedar con una chica a tres días vista, pero... Tampoco es tan grave.
El planeta Tierra es excepcional.
Me llevé de la redacción todo lo que encontré de las Wire-girls, las Chicas de Alambre,
juntas y por separado. Era mucho, pero no me importó. Pasé la mañana haciendo una
primera selección de material, desechando lo conocido o lo tópico, y el resto, a casa.
Mientras veía aquellas fotografías de Vania, de Jess Hunt, y de Cyrille, por mi cabeza
pasaron muchas cosas. Sí, suelo involucrarme en los trabajos, lo sé. Aún no había
empezado y ya me sentía involucrado en éste.
Miré la portada que las llevó a la fama y a compartir no sólo amistad, sino el nombre con
el que empezó a conocérselas debido a su extrema delgadez. Ahí estaban las tres, en
Sports Illustrated, con aquellos trajes de baño tan sexys, y ellas tan jóvenes, tan
hermosas, tan distintas. Una morena, una rubia y una negra. Integración en los comienzos
de la «Era del Mestizaje». Aparecer en la portada de Sports Illustrated es consagrarse en
el mundo de las top models. Aquel año se consagraron tres. Vania, con su largo cabello
negro, sus ojos grises, profundos, dulcemente tristes siempre, la nariz recta y afilada, el
mentón redondo, los labios carnosos, su imagen de perenne inocencia juvenil que tantos
estragos había causado entre fans y admiradores. Jess Hunt, rubia como el trigo, cabello
aún más largo y rizado con profusión, ojos verdes, siempre sonriente, chispeante, con su
enorme boca abierta y sus dientes blancos como una de sus muestras de identidad,
mandíbulas firmes, frente y pómulos perfectos. Y Cyrille, negra y de piel brillante como
el azabache, cabello corto, ojos de tigresa oscuros y misteriosos, boca pequeña, labios
rojos de fresa, rostro cincelado por un Miguel Ángel africano capaz de consumar una
obra maestra. Y por supuesto, lo más característico de las tres: su estatura, metro ochenta,
su tipo moldeado por una naturaleza milimétrica... y su extrema delgadez.
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Sobre todo, ella.
La delgadez que las llevó primero al éxito, que incluso les dio un nombre, y que,
finalmente, las acabó matando.
Las Chicas de Alambre.
Rotas.
Conocía los datos, pero los detalles se me habían hecho borrosos en la mente por el paso
de los años; así que en casa estuve hasta pasadas las dos de la madrugada leyendo y
rememorando todo aquello. Investigar sobre Vania era hacerlo sobre las tres. Su destino
también fue común. Asombrosamente común.
Cyrille se llamaba en realidad Narim Wirmeyd. Había nacido en El Cairo, Egipto, pero
era hija de somalíes.
Su historia era una mezcla de cuento espantoso extraído del reverso de Las mil y una
noches. Su padre la vendió a un traficante de camellos después de regresar a Somalia,
cuando tenía doce años. El traficante, de sesenta, no pudo con los deseos de libertad de su
joven pupila, o lo que fuese, así que ella se le escapó a los pocos meses, ya con trece
años. La publicidad posterior, cuando llegó el éxito, había «engordado»
convenientemente la odisea de la niña, ya de por sí especial y dramática; pero la realidad
era mucho más simple. Narim escapó de su «dueño», pasó la frontera, llegó a Etiopía...
Allí logró despertar el interés de un hombre de negocios británico, que la empleó en su
casa, y al año, un amigo de éste, un francés, se la llevó a París. Con quince años y
caminando por los Campos Elíseos, Jean Claude Pleyel, cazatalentos y dueño de una de
las mejores agencias de Francia, supo ver en ella lo que muy poco después verían
millones de ojos en el mundo: que era especial, capaz de enamorar a la cámara y de
vender lo que se pusiera encima, ya fuera ropa o un perfume. Así nació Cyrille, su
nombre artístico.
Jess Hunt era el reverso de la moneda. Estadounidense, nacida en Toledo, Ohio, familia
de clase media, respetable, religiosa en grado superlativo, y convertida en una pequeña
reina de la belleza desde la infancia. Su madre le dijo una vez: «Dios te hizo hermosa
para algo; de lo contrario te habría hecho como a cualquier otra mujer. Haz, pues, que el
Señor se sienta orgulloso de ti.» Eso había sido el detonante. Después llegó lo de Miss
Ohio, además de otras muchas cosas siempre relacionadas con la belleza. Jess hizo una
rápida y meteórica carrera. Fue la que lo tuvo más fácil de las tres. Incluso utilizaba su
verdadero nombre.
Y por último, Vania, es decir, Vanessa Molins Cadafalch, nacida en Barcelona, España,
hija natural de una mujer llena de voluntad y decisión que fue siempre el ángel tutelar de
su carrera hasta que el éxito le dio alas y la independencia. El padre, casado, por lo
menos la reconoció; pero eso fue todo. Más tarde, la madre murió de un cáncer de pecho.
Su única familia, al margen del padre que no volvió a ver, era una tía soltera, hermana de
su madre, que nunca quiso figurar en los periódicos. Al contrario que Cyrille y que Jess, a
Vania no la descubrió ningún cazatalentos paseando por el Paseo de Gracia de Barcelona,
ni fue Miss nada. Por voluntad propia, porque quería ser modelo, se matriculó en una
agencia para aprender siendo una niña, y pasó por todos los grados de la servidumbre
antes de dar el salto. Interinamente, sin embargo, quien sí la descubrió fue el fotógrafo
que a los trece años le hizo su primera sesión «como mujer» y le vaticinó el futuro. Vania
creyó en él además de en sí misma.
Cuatro años después, las tres, con apenas diecisiete o dieciocho años, fueron reclutadas
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para aquella portada de Sports Illustrated. La agencia Pleyel de París las llevaba. En unos
días, el mundo ya las había bautizado con aquel nombre, Wire-girls, debido a su delgadez
paradigmática. Su cotización se disparó. Juntas fueron el modelo de miles de chicas, tan
anoréxicas como ellas por degeneración. Juntas crearon un estilo por encima de los
estilos que ya propugnaban la delgadez física, y juntas sucumbieron en unos pocos años.
Cyrille fue la primera en morir, suicidada al saber que tenía el sida. Se había escrito
mucho acerca del por qué de su decisión, pero parecía obvio que una de las mujeres más
bellas del mundo no quería ver su decrepitud física. Lo de Jess fue más complicado.
Primero, el escándalo originado al saberse que había abortado. Segundo, su propia
muerte, a los escasos meses de la de Cyrille, causada por una sobredosis de drogas.
Tercero, el asesinato del hombre que la introdujo en el mundo de las drogas, el mismo
Jean Claude Pleyel, que desde París las llevaba a las tres en exclusiva. El autor del
crimen había sido Nicky Harvey, el apasionado y loco novio de Jess, vengador
implacable de la suerte de su amada. El juicio por el crimen acabó de empañar la historia
de la dulce, rubia y virginal Jess Hunt. Imagen perfecta de la América sana y maravillosa
que preconizaban los propios estadounidenses.
Por último, estaba Vania.
Después de andar con un noviete a los dieciséis años, noviete que por supuesto salió a la
luz más tarde para sacar tajada del tema, a los diecisiete le había llegado el éxito
internacional por aquella portada. A partir de ese instante lo rentabilizó al máximo. A los
veinte fue muy sonado su idilio con un famoso cantante roquero español. La Bella y la
Bestia. Y a los veintitrés, su boda inesperada con un marchante de arte neoyorquino,
seguida de un divorcio rápido; todo ello en plena cumbre profesional. Un año después
todo se torció definitivamente. La muerte de Cyrille, la muerte de Jess, el juicio del novio
de Jess en el que ella tuvo que testificar, y el adiós.
Tenía veinticinco años.
La misma edad que yo en este momento.
Veinticinco años y dijo adiós, lo dejó todo. La desaparición más inesperada. Su última
pista provenía de una clínica en la que Vania intentó recuperarse de su anorexia, casi al
límite.
Viendo aquellas fotos, especialmente las de Vania, supe que no iba a ser un trabajo fácil.
Era como si a un beatlemaníaco le hubiesen encargado buscar a John Lennon vivo. Vania
había sido una musa, una imagen de marca, un espejo, un símbolo; muchas cosas además
de una muñeca rota. El mundo de la moda las olvidó rápido, a las tres. Cada año surgían
nuevos rostros, nuevas historias, y las pasarelas encumbraban a media docena de nuevas
diosas de la imagen, con sus nuevas estéticas y sus nuevas formas. La palabra clave era
ésa: nuevo. Joven y nuevo. Brillante y nuevo. Velocidad.
Sin embargo, la fascinación que las Chicas de Alambre ejercieron sobre las adolescentes
de aquel tiempo creo que aún no había sido superada. Pese a su aspecto enfermizo por
culpa de las drogas y la anorexia, las auténticas lacras de ese mundillo tan duro, habían
sido amadas, deseadas, utilizadas.
Un modelo a seguir.
Casi parecía un chiste, el peor de los contrasentidos. Un modelo a seguir y su fin había
sido tan triste como...
¿Dónde estaría Vania?
¿Por qué, en diez años, aquel silencio devorador?
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¿Y si, a fin de cuentas, estaba muerta?
No sabía por dónde empezar, pero no me traumaticé por ello. No era la primera vez que
debería hacer de detective privado siguiendo una pista, buscando un dato o guiándome
por entre vericuetos impensables, con el objeto de dar con lo que necesitaba para un
reportaje. Y tampoco sería la última.
Dije lo mismo que Escarlata O'Hara en la escena final de Lo que el viento se llevó:
—Mañana será otro día.
Y me acosté con la cabeza llena de Cyrille, de Jess y de Vania.
Sobre todo de Vania.

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