V
Cuando abandoné el estudio de Carlos Sanromán, algo menos de media hora después,15
todavía diluviaba y la modelo seguía abajo, en el portal. Sacaba la cabeza a la búsqueda
de un taxi que no aparecía ni a tiros. La cortina de agua, primaveral, generosa y
abundante, era capaz de empapar con sólo dar una docena de pasos.
Me detuve a su lado porque yo tampoco llevaba paraguas, aunque con el coche tan cerca
no me hacía falta.
—Hola —dije de forma afable.
Giró la cabeza, me reconoció y se quedó tal cual.
—Hola —me correspondió sin entusiasmo, más preocupada por la lluvia que por otra
cosa.
—Tengo el coche ahí —me ofrecí—. ¿Quieres que te lleve a alguna parte?
Volvió a mirarme, con un poco más de interés, pero también con las dudas habituales. A
una chica como ella debían de pegársele los tipos como lapas. De todas las edades.
—¿Eres modelo? —inquirió.
—¿Yo? —me sentí halagado—. No, no.
—Pero estás metido en el tinglado —continuó, tras echar un rápido vistazo a mi ropa y a
mi forma de llevarla.
—¿Qué clase de tinglado?
—Pues... el tinglado —se encogió de hombros.
—Trabajo en Zonas Interiores —la informé.
Enarcó las cejas. Cuando recuperó su aspecto normal lo había dulcificado un poco. Me
daba un margen de confianza.
—La verdad es que me harías un favor —reconoció—. No voy lejos, pero con lo que
cae...
—¿Adonde vas?
—Tengo un casting en la Gran Vía con Rambla de Catalunya, y como llegue muy tarde...
Fotografías, algún pase de peinados, zapatos o moda, salir de extra en cualquier película
o de azafata en cualquier programa estúpido de la tele... Supervivencia. No tuve que
preguntarle más.
—De acuerdo. Tengo el coche ahí.
No se movió. Lo dicho: una docena de pasos y bastaban para calarse.
Capté su intención.
—No te preocupes. Voy, desaparco, paro aquí delante, te abro la puerta y te metes, ¿vale?
Logré hacerla sonreír.
—Vale —suspiró.
Soy amable con las chicas. Un defecto como otro cualquiera. Siempre he intentado
tratarlas bien, aunque ellas me traten mal. Tal vez sea porque no las entiendo, porque
crecí con una madre fuerte haciendo de padre, o porque soy un romántico. Me puede un
rostro bello, o alguien del sexo opuesto con el suficiente carisma como para hacerme
soñar, estremecer.
Salí del amparo del portal, caminé pegado a la pared con las llaves ya en la mano, me
precipité sobre mi coche y me colé dentro. No fueron más allá de unos dos o tres
segundos bajo el aguacero, y bastaron para que lo notara de arriba abajo. Luego cerré la
puerta, puse el motor en marcha, desaparqué y rodé despacio hasta situarme delante de
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mi nueva amiga. Le abrí la puerta.
Se metió casi de cabeza en el coche.
Después cerró la puerta y agitó el cabello, para sacarse el agua de encima. Lo tenía muy
negro, ensortijado, largo hasta la altura de los hombros. Sus ojos también eran negros, y
su labios, generosos, anchos. Tendría unos diecinueve años, veinte a lo sumo. Pero eso
era ahora que la veía de cerca. De lejos, o maquillada, podía aparentar la edad que
quisiera, treinta incluso. Y ya la había visto sin ropa, así que sabía que era sugestiva.
—Gracias —suspiró, una vez recompuesta su imagen.
—¿Cómo te llamas?
—Sofía.
—Sofía qué más.
—Sólo Sofía.
Como Vania. Sólo Vania. O Cyrille.
—Yo me llamo Jon Boix.
—¿John? —lo anglosajonizó.
—No. Jon. Jota-o-ene. De Jonatan.
Apareció un coche por detrás y me hizo señales con las luces, así que arranqué de nuevo
dirigiéndome a mi destino como chófer suyo. Nada más salir a la avenida, nos metimos
en medio del mogollón del tráfico.
—¡Maldita sea! —rezongó la modelo—. ¡Como no llegue antes de quince minutos!
—Llegarás.
Tenía que cumplir mi palabra, así que me esmeré en la conducción. De todas formas,
tuve suerte. En primer lugar, paró de llover a los cinco minutos, casi de golpe. En
segundo lugar, acerté al desviarme en busca de un camino más largo pero también menos
conflictivo.
—¿Qué clase de coche es éste? —preguntó, mirando mi dos-plazas con admiración.
—Un Triumph. Es un clásico.
—Ya, ya —su tono era evaluador—. Prefiero las motos, pero reconozco que no está mal.
—Tengo también una Harley.
Eso fue definitivo.
—Oye, ¿qué haces en Zonas Interiores?
—Reportajes y fotografías.
—¿Freelance?
—No, estoy fijo.
Tenía ganas de preguntarle cuánto tiempo hacía que se dedicaba a posar, pero me
abstuve. Su edad real no se correspondía con la anímica. Daba la impresión de estar muy
curtida, de ser muy adulta, o también de haberlo pasado mal. A los diecinueve o veinte
años, muchas eran veteranas en un negocio que cada vez las exigía más jóvenes y las
quemaba antes. Si no recordaba mal, las últimas ganadoras del concurso Élite Premier
Look, certamen anual de nuevos rostros de la agencia Élite, una de las más importantes
de Francia, tenían quince años: Yfke Sturm, Emma Blockstage, Sandra Wagner... A
veces yo alucinaba. ¿Cómo se escogía a la mejor entre cien chicas verdaderamente
excepcionales, bellísimas, llegadas de todo el mundo? ¿Por qué la afortunada vencía y se
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convertía en la nueva top del año, la promesa del futuro? ¿Era aquello de lo que había
hablado Carlos Sanromán, ese algo indefinible que tiene una entre un millón, casi
mágico, que te atrapa y te enamora, seas de donde seas, tengas la edad que tengas y hagas
lo que hagas, mientras seas un ser humano con emociones? Trece, catorce, quince años.
Con la edad de Sofía, una modelo ya sabía a dónde podía llegar, qué podía esperar de la
vida y de su carrera.
Muchas se prostituían antes.
No pudimos seguir hablando. Llegábamos ya a nuestro destino.
—No tengo nada que hacer —mentí de pronto—. ¿Quieres que te espere y luego
tomamos algo?
Consideró mi oferta. Pero más debió de considerar el hecho de que yo fuese periodista y
fotógrafo y trabajase en Zonas Interiores, para qué engañarme. Sus dudas mentales
fueron escasas y las solventó con gran rapidez.
—De acuerdo.
Me metí en el parking directamente, y subimos a la carrera porque el tiempo ya se le
había echado encima. El casting se hacía en una agencia de reparto de una productora.
Buscaban personal para una serie de televisión. Había que cubrir varias plazas de chicas
de entre dieciocho y veintidós años, una secretaria, una estudiante, una hermana
pequeña...
Quedamos en la puerta, pero no me conformé con esperar. Siempre podía sacar mi
credencial de periodista si alguien me preguntaba. Pero no me preguntaron. Por allí iban
tan de cráneo como nosotros en día de cierre. Por un lado estaba la cola, todavía una
docena de monadas con sus carpetas de fotos y sus currículos profesionales, y por el otro
los que tomaban los datos y los que hacían las pruebas, cámara en ristre, en una
habitación cuya puerta se abría y cerraba a una velocidad de vértigo y que apenas si intuí.
La chica que estaba más tiempo dentro no sobrepasaba el minuto. Debían de pedirle que
dijera algo, la filmaban, y adiós. Conocía el resto: «Ya la avisaremos si hay algo,
señorita.»
Nunca llamaban.
Alguien conseguía el trabajo, el papel, pero a veces parecía que fuese un «alguien»
ficticio, irreal. Para la mayoría, todo consistía en intentarlo, y esperar un milagro, un
golpe de suerte, que el productor o el director descubrieran algo que nadie había
descubierto todavía.
Miré a Sofía, en la cola, concentrada leyendo el papel que le habían dado.
Era la más guapa, alta y sexy de las que esperaban, de largo, pero eso no servía para ser
buena actriz. Ni siquiera mediocre. Muchas modelos lo probaban creyendo que sí, que
era suficiente. Aquél era un extraño mundo en el que no siempre salir de la media servía
para algo bueno. Las desilusiones, los desengaños, eran mayoría.
Pese a lo cual, cada año, una generación de nuevas adolescentes que se convertían en
aprendices de mujeres soñaban con ser modelos, con lucir hermosos vestidos en las
pasarelas, viajar, ser famosas, ir a fiestas, ganar cinco millones de pesetas por día, y
enamorar a cantantes de rock o por lo menos a modelos masculinos tan de película como
lo pretendían ser ellas.
Sofía estuvo cuarenta segundos tras la puerta.
Algo me dijo que no era buena, pero que al menos tenía jeta, morro. Ignoraba si sería
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suficiente, aunque pensé que no.
Bien, tal vez hablar con una modelo de carne y hueso, aunque no fuese una top, ni tan
sólo una de las de pasarela, me ayudase a realizar un mejor cuadro mental de Vania.
O a lo mejor lo único que pretendía era ligar.
—¿Nos vamos? —se plantó delante de mí con su misma cara inexpresiva.
—¿Qué tal?
—¿Tú qué crees?
Mejor no preguntar.
Salimos a la calle y cruzamos la calzada para sentarnos en la terraza del Otto Sylt.
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