El presente blog es para dar a conocer libros que yo he leido, lo que les recomiendo, algunos análisis de estos, principalmente me gusta leer novelas, poesía y teatro.
Espero les guste.

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domingo, 29 de septiembre de 2013

Las chicas de alambre cap 13 y 14

XIII
Vicente Molins, el padre de Vania, estaba en una silla de ruedas a sus setenta y cinco
años. Frederick Dejonet, el hombre que llevó a Cyrille a París, tenía ochenta y, por
contra, hubiera parecido fácilmente rondar tan sólo los sesenta.
Alto, con glamour, clase, elegancia, me recibió en el jardín de su villa, a las afueras de
París, en dirección al Charles de Gaulle. La primavera en París dicen que es más
primavera. No estoy de acuerdo, pero reconozco que el día era muy agradable, y que
vivir como vivía el señor Dejonet ayudaba. De lejos vi a un par de mujeres, treintañeras,
pero no quise pensar mal. Frederick Dejonet había sido playboy y aventurero,
«profesiones» que no estaba seguro de si seguían siendo válidas a su edad, aunque visto
su buen aspecto...
Lo sorprendente fue que me recibiera sin más, con sólo darle mi tarjeta al mayordomo, o
lo que fuera, que me abrió la puerta. Luego pensé que, para mucha gente, estar en el
escaparate durante años y dejar de estar debía de ser duro. Si es que él ya no estaba.
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—Periodista, y español —me sonrió con seguridad al darme la mano—. ¿Para qué puedo
ser interesante en su país?
—¿Cyrille? —dejé escapar con cautela.
Sonrió. Lo hizo con nostalgia, con placer, con satisfacción, con ternura.
—Cyrille —suspiró—. Claro, claro.
Me invitó a sentarme. El parasol era amplio; las sillas, acolchadas, muy cómodas; la vista
de la piscina, magnífica. El mayordomo esperó disciplente a que su amo y señor me
preguntara:
—¿Ha desayunado ya, señor Boix?
—Sí, en el hotel. Gracias.
—¿Desea...?
—No, no, muy amable.
El cumplido asistente se retiró y nos dejó solos. Frederick Dejonet vestía un traje
impecable, americana azul oscuro, pantalones blancos, camisa azul cielo abierta, pañuelo
en el cuello, zapatos, también blancos, sin calcetines. Eran las diez de la mañana y
parecía a punto de salir para una excursión en yate o un torneo de polo.
—¿Dónde ha estudiado francés? —se interesó.
—Primero en la escuela, pero después... viajando.
—Ah, viajar —elevó los ojos al cielo—. Ahora ya casi no viajo, ¿sabe? Creo que es el
mayor de los placeres. Una persona no aprende nada si no viaja. Una vez les dije a mis
hijos: «No volváis hasta que no hayáis recorrido por lo menos cien mil kilómetros.» —
volvió a referirse a mi francés—: Tiene buen acento. ¿Sabrá también inglés, italiano...?
—Y algo de alemán, portugués... además de las lenguas de mi país, aunque el euskera se
me resiste.
Se echó a reír. Me encantó. Daba la impresión de disfrutar de mi presencia. Eso facilitaría
el diálogo. Antes de conocerle no tenía ni idea de si le iba a resultar agradable, doloroso o
indiferente hablar de Cyrille.
Él mismo retomó la conversación en el punto que me interesaba.
—Cyrille, Cyrille, Cyrille —exclamó.
Sabía que lo preguntaría igualmente, así que se lo dije yo:
—Nuestra revista está publicando un artículo sobre las Wire-girls.
—Bueno, yo sólo aparezco al principio de la historia de Cyrille —justificó que no
pudiera contarme mucho.
—Pero pienso que, en su caso, ese principio es lo más importante.
Me di cuenta de que empezaba a retroceder por el túnel del tiempo. Sus ojos dejaron de
mirarme a mí para asomarse a su interior, a sus recuerdos. Se acomodó mejor en su
butaca de jardín.
—Nunca olvidaré aquel día, desde luego. No era más que una niña, pero... —cerró los
ojos—. Qué hermosura, qué delicadeza, qué tono. Apareció ante mí, en casa de mi buen
amigo Harry MacAnaman, y fue como si diez mil años de historia de África se
concretaran en su cuerpo y en su imagen. Aquella belleza única, explosiva, natural, en
bruto, todavía sin modelar. Aquella piel azabache, aquellos labios tan perfectos, aquellos
ojos de mirada tan inquisitiva. Era la mujer perfecta —volvió a abrir los ojos para
mirarme y suspiró de nuevo—. Puede que le parezca absurdo, señor Boix, pero fue como
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le digo, y me enamoré de ella al instante. Ya ve. Tenía sesenta años, y ella, catorce,
aunque la edad no contase. No en ese momento, por extraño que le parezca.
—No me parece extraño. La mayoría de las modelos de hoy son niñas, y muchos
hombres ven lo que anuncian y las desean, a veces sin saber que tienen quince años. El
maquillaje o la ropa las hace parecer mucho mayores.
—Conoce usted la historia de Cyrille, supongo.
—Sí.
—¿Se lo imagina? —me apuntó con un dedo inquisidor—. Todo lo que pasó antes de que
mi amigo le diera un trabajo y yo me la trajera a París... Una vida entera, un infierno.
Decían que su belleza era diferente, que inspiraba ternura, pero que era fría. ¿Cómo no
iba a serlo? ¡La mataron siendo una cría!
—Debe de ser duro que tu propio padre te venda por unos camellos.
—¡No es sólo eso! —se envaró—. Cyrille estaba muerta en vida, no podía amar a nadie.
Por eso yo fui importante para ella, porque la cuidé como nadie lo había hecho. Y por eso
fueron importantes Jess Hunt y Vania, porque se convirtieron en sus hermanas, su
familia.
—¿Por qué dice que estaba muerta en vida?
—Señor Boix —frunció el ceño—, ¿acaso ignora que le hicieron una ablación de clítoris
cuando tenía nueve años?
No lo sabía. Nadie lo había escrito jamás. Era la primera noticia.
Me estremecí sin poder evitarlo.
Si hay una práctica ancestral que me parece aberrante, brutal, odiosa y dramática, es la de
la ablación de clítoris en algunos países africanos o de religión islámica. Cada año, en
diciembre, mientras una parte del mundo celebra la Navidad; en otra parte, a miles de
niñas se les amputa el clítoris para anularles el deseo, para que no sientan el placer
sexual, para convertirlas tan sólo en máquinas reproductoras. A fines de 1997 en Egipto
se había prohibido finalmente por ley la ablación de clítoris, para monumental enfado de
los radicales islámicos.
Sólo que Egipto no era más que un país, y en las aldeas, tanto como en el silencio de las
casas de las grandes ciudades, las ablaciones seguían, y seguirían, y seguirán.
Tradiciones.
—Ya veo que no lo sabía —asintió Frederick Dejonet.
—No —exhalé.
—Entonces, lo entiende, ¿no es así? Se convirtió en una de las mujeres más deseadas del
mundo, y el contrasentido era que ella no podía sentir ningún deseo. Jess Hunt tuvo una
vida azarosa, y Vania, aunque menos, también. Amaron y fueron amadas. Cyrille, no. Era
fría. Pese a lo cual pasé con ella los mejores momentos de mi existencia; ¿puede
creerme?
—Cuando la perdió, debió de pasarlo mal.
—No llegué a perderla del todo —se defendió—. Lo que pasó fue que un día la vio por la
calle Jean Claude Pleyel y la naturaleza siguió su curso. Nada menos que él, dueño de la
Agencia Pleyel, en persona. Era una oportunidad. Cyrille tenía quince años y él le puso el
mundo a sus pies. Aceptamos. Y vea que hablo en plural. Aceptamos. Yo no podía
tenerla en casa, encerrada en una urna. Ella necesitaba abrir sus propias alas. En dos años
ya era una gran modelo, no tuvo que aprender nada. Le ponían cualquier ropa y le decían:
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«Camina». Y ella caminaba. Le ponían algo en las manos y le decían: «Posa». Y ella
posaba y vendía ese producto. Tenía magia.
—¿Quién le puso el nombre?
—Pleyel. Yo ya me he habituado a llamarla Cyrille. Pero para mí era Narim.
—¿Tuvo Cyrille algo que ver con el inglés que le dio trabajo en Etiopía?
—¿Harry MacAnaman? ¡No! Harry tenía una esposa muy agradable y cinco hijos.
Cuando le propuse a Narim... a Cyrille llevarla conmigo a París, ella aceptó sin dudarlo, y
él lamentó perder a una buena empleada, porque se llevaba muy bien con sus niñas.
—¿Cómo la convenció?
—Le ofrecí el mundo —se encogió de hombros—. Le mostré una fotografía de la torre
Eiffel y le dije que podía ser suya. Lo primero que hicimos al llegar fue visitarla y subir
hasta la parte más alta. Estaba entusiasmada. A su modo, yo fui el primer amor de su
vida. Y no quisiera que me interpretara...
—Descuide —le tranquilicé.
—Mi amigo MacAnaman fue una mano en la oscuridad. Él la rescató y le dio una
oportunidad. Pero yo lo fui todo para ella. Padre, marido, amante, hermano. Despues
aparecieron Vania y Jess. Pero Cyrille siguió viviendo aquí, conmigo, hasta un par de
años antes de su muerte.
—¿Se pelearon?
—No. Nunca. Pero ella ya pasaba más tiempo fuera que en casa. Tuve que dejarla
marchar del todo. Nunca lo habría hecho por sí misma, así que se lo dije yo. Y no crea
que fui generoso. Tan sólo actué con algo de lógica, y también porque me enamoré de la
que luego fue mi tercera esposa. Ella sí podía sentir placer.
Acostarse durante años con una persona tan fría, muerta, por hermosa que fuera, por
perfecta que resultase... Volví a estremecerme.
—¿Fue Pleyel quien introdujo en el mundo de la droga a Cyrille?
—Sí —fue rotundo.
—¿Usted lo sabía?
—Al comienzo, no —bajó la cabeza—. Ese cabrón les daba heroína y cocaína a sus
chicas, para que siempre estuviesen delgadas, para que no engordaran y también para
tenerlas en un puño. Cyrille no me dijo nada, me respetaba mucho; pero un día empecé a
sospechar. Estaban bañándose ahí —señaló la piscina—, las tres, y Jess Hunt desapareció
cinco minutos. Cuando volvió parecía... qué sé yo. Nunca he tomado drogas, ¿sabe?
Jamás. Hablé con Cyrille, y lo confesó. Ella y Jess estaban muy colgadas ya. Vania no, lo
suyo era anoréxico puro, aunque también tomara drogas a veces, me consta. Bueno... lo
de las Wire-girls fue un invento del propio Pleyel, así que tenía que mantenerlas
esqueléticas para seguir con esa leyenda. Era su negocio. Maldito hijo de puta. ¿Sabe
algo? —me miró con acritud—: Quien matara a Jean Claude Pleyel hizo bien. Ese cabrón
arruinó la vida de muchas modelos, y no todas eran tops como Cyrille, Jess o Vania.
—¿No cree usted que le matara Nicky Harvey, el novio de Jess?
—¿Ese cretino? ¡No, santo cielo!
—¿Entonces... quién?
—No lo sé, pero Nicky Harvey... —repitió su gesto de asco—. No era más que un
petimetre. Fuera quien fuera el que mató a Pleyel, le vino de perlas que ese chico fuera
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acusado, y aún más que muriera de una sobredosis antes de que terminara el juicio. Todo
el mundo acabó incluso más convencido de que había sido él; pero si le hubiera
conocido. ¡Por Dios! No, no, imposible.
—¿Cómo recuerda el último año de las Wire-girls?
—Con amargura, aunque lo que les pasó después a Jess y a Vania... a mí me dio igual. La
primera en morir fue Cyrille.
—¿Sabe cómo pilló el sida?
—Una jeringuilla compartida. Sólo pudo ser eso. No creo que fuera algo sexual.
—¿Entiende su muerte?
—Sí —asintió—. Todo lo que tenía Cyrille era su belleza, su éxito, su fama. Era su
venganza contra el mundo, contra el padre que le hizo la ablación de clítoris y luego la
vendió por unos camellos, contra los hombres que la deseaban sin saber que ella no podía
desear a nadie. Su belleza lo era todo. Por eso se mató. No quiso verse destruida.
—¿Jess?
—Ya no lo sé —reconoció—. Tal vez estuviera afectada por lo de Cyrille y se pasó con
la dosis, o tal vez fue una casualidad. ¿Cómo saberlo? Fue triste. Y tras eso se
desencadenaron los acontecimientos: la muerte de Pleyel, la detención de Nicky Harvey,
la muerte de Harvey... En el juicio, Vania estuvo tan sola... Yo la vi en él. Fui a un par de
sesiones, aunque ni siquiera hablamos. Era como una sombra. Parecía a punto de
quebrarse, o de desaparecer, de delgada que estaba. Piel y huesos. Un día dejé de oír
hablar de ella y... hasta hoy. El tiempo ha pasado muy rápido, como siempre. Ni siquiera
sé si está viva o muerta.
Me miró esperando que se lo aclarara, pero yo sostuve esa mirada sin saber qué decirle.
XIV
La hemeroteca del Liberation estaba debidamente informatizada, así que me costó poco
encontrar todos los datos relativos al suicidio de Cyrille, la muerte de Jess Hunt, el
asesinato de Jean Claude Pleyel, la detención de Nicky Harvey, el juicio y finalmente la
muerte del novio de Jess debido a otra sobredosis. Todo había sucedido allí, en París, así
que los medios informativos de una década antes lo habían cubierto con exhaustividad y
rigor.
Disponía de tiempo, así que me lo tomé con calma. Toda la tarde. Mi segunda cita en
París, ésta ya acordada, era con Trisha Bonmarchais, la viuda de Jean Claude Pleyel y
actual propietaria de la Agencia Pleyel. Eso sería al día siguiente por la mañana. No me
había costado mucho conseguirla. Zonas Interiores es conocida en los lugares adecuados
de muchas partes. Incluso dispondría de unas horas libres para darme una vuelta por la
Defense o el nuevo Louvre.
En torno a la muerte de Cyrille, de cuanto leí, nada me sirvió en exceso. Los datos los
tenía ya en mis archivos. La famosa top había sido encontrada en su apartamento parisino
por su asistenta, ya cadáver, después de haber ingerido la noche anterior un cóctel de
pastillas y fármacos diversos. No dejó ninguna nota, por lo cual no se supo inicialmente
el motivo de su suicidio. Incluso se especuló con el factor «accidente» para justificar su
deceso. Pero en días sucesivos las noticias completaron el cuadro. En primer lugar, la
autopsia demostró que no pudo haber tomado todo lo que se tomó por accidente. En
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segundo lugar, apareció el médico que le había diagnosticado el sida. Dos y dos sumaron
cuatro.
En las fotografías del entierro de Cyrille, vi a Jess y a Vania, a Frederick Dejonet, a Jean
Claude Pleyel...
Era curioso: nunca se supo nada de los padres de Cyrille, es decir, de Narim Wirmeyd.
Tal vez ni supieran que su hija se había convertido en una musa de la moda.
La información acerca de Jess Hunt era bastante más exhaustiva por el morbo de su
fallecimiento, pero aún más por los acontecimientos posteriores. Jess había sido hallada
muerta por su novio, Nicky Harvey, en su apartamento de las Tullerías. Hacía cinco
meses de la desaparición de Cyrille y, según los indicios y declaraciones de «amigos y
amigas» de la top, Jess estaba muy deprimida por lo sucedido. Los dos meses anteriores a
su muerte los había pasado sin trabajar, hecha una ruina, y dos días antes del fatal
desenlace ella y Nicky Harvey habían decidido ingresar en una clínica de
desintoxicación. No tuvo opción de dar el paso. La sobredosis de heroína terminó con su
vida. Harvey, hijo de una acaudalada familia californiana, estaba de viaje.
Tres días después de la muerte de Jess, alguien disparó de noche y en la calle a Jean
Claude Pleyel. Dos balas en la cabeza. El dueño de la Agencia Pleyel cayó al suelo
fulminado. Un solo testigo presencial, aunque lejano, manifestó haber visto huir a un
hombre a pie, y después aseguró haber oído alejarse un coche. Nada más. La policía tardó
menos de una semana en detener a Nicky Harvey, acusándole de asesinato. ¿Motivo?:
matar al hombre que, según él, había metido a Jess en el mundo de la droga. Jess, a su
vez, había pasado su afición a su novio. Las causas parecían, pues, de lo más genuinas,
una venganza pura y simple. Pleyel era el mal, el diablo.
Pero Nicky Harvey, pese a no tener coartada alguna —aseguró que, afectado por la
muerte de Jess, se había refugiado solo en una cabaña a las afueras de París—, juró y
perjuró que él era inocente, que no había matado a Pleyel. Su insistencia se mantuvo
hasta el día del juicio, pero el fiscal logró reunir no pocas pruebas incriminatorias en su
contra: declaraciones de odio hacia la víctima, antes y después de la muerte de Jess, una
amenaza telefónica confirmada por la recepcionista de la Agencia Pleyel y una visita
furibunda a su casa, de la que fue testigo la esposa del asesinado, Trisha Bonmarchais. El
cerco en torno a Harvey se cerró y, para cuando llegó el juicio, todas las cartas habían
sido repartidas, y él no tenía ningún as. El fiscal, encima, se sacó un comodín inesperado:
un médico aportó las pruebas de que Jess había abortado voluntariamente en Amsterdam,
Holanda, exactamente un mes antes del suicidio de Cyrille. Según el médico, Jess tenía
todavía algunas dudas, pero Nicky Harvey, padre de la criatura, la obligó a hacerlo, y
ella, sin voluntad apenas por su dependencia de las drogas, lo aceptó.
El mundo entero señaló al joven Harvey, de veinticinco años, como el niño mimado y
malcriado capaz de todas las monstruosidades. El juicio entró en su recta final, pero el
destino se reservó un último giro inesperado para dejarlo todo en el aire. Ni siquiera se
supo si el jurado le habría declarado culpable o inocente. Nicky Harvey murió también de
una sobredosis.
Alguien dijo que, pese a todo, estaba loco por Jess, y que sin ella...
Vi más fotografías: en el entierro de Jess, en las sesiones del juicio, en el entierro de
Nicky...
Vania.
Una Vania apenas reconocible ya, con gafas oscuras, pañuelo en la cabeza, vestida de
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negro, frágil, breve. Me pregunté, incluso, como había podido aguantar la parte final de
toda la historia en pie, cuando su delgadez, su extrema anorexia, hacía presagiar también
para ella un final trágico.
Me quedé como hipnotizado delante de una fotografía que no conocía, que nunca había
visto antes. Pertenecía a una de las sesiones del juicio de Harvey. El pie era sucinto:
«Vania, la famosa top amiga de Jess Hunt, abandona visiblemente afectada la sala en la
que se celebra la vista por el asesinato de Jean Claude Pleyel, después de saberse que la
rubia americana había abortado en Holanda.»
Junto a Vania había una mujer de mediana edad, negra.
Recordé las palabras de la tía de Vania y de Nando Iturralde: aquella era la criada,
asistenta, secretaria, amiga, consejera y casi madre de la modelo.
Allí estaba.
Era la primera vez que la veía.
Y aquella foto no engañaba. La mujer negra protegía a Vania, la amparaba, la conducía,
impedía que se le acercaran los fotógrafos, desarrollaba una suerte de energía total y
absoluta. Vania caminaba con los ojos protegidos tras unas gafas oscuras, mirando al
suelo. La otra era su ángel de la guarda, su guardaespaldas, la que se encargaba del resto.
Me pregunté qué habría sido de aquella mujer.
Ni siquiera sabía su nombre.
Es más, si no recordaba mal, Luisa Cadafalch me dijo que al casarse su sobrina le parecía
que la asistenta se había ido, aunque no estaba segura.
«Confiar... sólo confiaba en su criada. Bueno, ella decía que era más bien su "chica-para-
todo", secretaria, asistente, protectora... Yo no sé de dónde la sacó. Era mulata,
suramericana o algo así. Esa mujer la cuidaba, la protegía, la mimaba.»
Aquella foto lo demostraba, y demostraba que seguían juntas. Hacía dos años que Vania
se había casado y separado de Robert Ashcroft.
«De cualquier forma y dijera lo que dijera mi sobrina, era la criada y punto. Le tomó
cariño y confianza, pero...»
Ya era tarde. Llevaba en la hemeroteca del Liberation cuatro horas. Hice fotocopias de
cuanto me interesaba, especialmente de las fotografías, y más aún de aquélla en la que
aparecía la asistenta de Vania, y abandoné el local para pasar mi segunda noche en París.
Aunque no tuviera el menor deseo de salir o hacer nada de lo que se supone que puede
hacer un tipo de veinticinco años en la capital de la luz.
¿He dicho que prefiero mil veces Londres?

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