El presente blog es para dar a conocer libros que yo he leido, lo que les recomiendo, algunos análisis de estos, principalmente me gusta leer novelas, poesía y teatro.
Espero les guste.

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domingo, 29 de septiembre de 2013

Las chicas de alambre cap 16

XVI
Ya no tenía la tarde libre como pensaba, pero la alternativa era buena, muy buena. Y no
sólo por el reportaje, sino por mí mismo. Nunca había estado en la trastienda de un
desfile de modas, con un enjambre de bellezas en la peluquería, viendo cómo se
transformaban, y después en la antesala de la pasarela, siendo testigo del trajín, el vértigo,
la locura que permitía que luego, ellas, caminaran frente al público, los fotógrafos y las
cámaras de televisión como si el mundo se detuviera a su paso, sonrientes, firmes y
seguras. El trabajo de una temporada entera se presentaba en veinte minutos. Excitante.
Había oído hablar de ello, pero eso era todo. Y un desfile en el mismo París...
Pensé en Sofía, en lo que daría por estar allí.
Por eso llegué al hotel, me tendí en la cama y marqué su número. No sabía nada de ella
desde su marcha de mi apartamento y la pelea de la noche anterior. Nada. No es que me
sintiera culpable, pero tampoco había dejado de pensar en lo sucedido. Le tiré la maldita
droga, hubo unos gritos, y después... Cuando la gente no habla, cuando cada cual se
escuda en su postura, es difícil entender el punto de vista del otro.
Y además, me seguía gustando.
—¿Sí? —escuché su voz, aunque algo nasal.
—Sofía, soy Jon.
Pasaron tres segundos. No me colgó.
—Hola.
Su voz careció de entusiasmo, pero algo era algo.
—¿Qué te pasa?
—¿No me oyes la voz? Estoy resfriada.
—Lo siento.
—No importa. El novio de mi compañera casi se ha instalado aquí, y me ponen de los
nervios. Ayer salí, llovió, me mojé...
—¿Por qué no fuiste a mi casa? Ya sabes dónde está la llave.
Cambió de tema sin más.
—¿Dónde estás?
—En París.
—Joder —la oí suspirar.
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¿Le decía que estaba trabajando? Imaginé que sería un insulto. ¿Le contaba lo del desfile
de moda por la tarde?
—¿Cuándo vuelves?
—No sé. Ya te dije que estaría fuera más o menos una semana. Mañana me voy a Nueva
York, aunque con un poco de suerte no tendré que dormir en la ciudad y por la noche me
largaré a Los Ángeles.
—¿Con un poco de suerte? No entiendo que haya una persona que no quiera quedarse en
Nueva York. Aunque, claro, tú ya habrás estado más veces.
—Siento lo de la otra noche —traté de contrarrestar su deprimente amargura.
—Yo también. Era muy buena.
—No me refería a eso.
—Ya sé a qué te referías.
—No creo que te haga falta meterte nada en el cuerpo, no seas burra.
—Y yo no creo que tú debas meterte en mi vida, ¿vale?
—Somos amigos.
Escuché un ruido por el auricular, algo así como un suspiro de sorna o un bufido de
irritación.
—Yo no me acuesto con mis amigos —me dijo.
—Por favor, escucha: cuando vuelva nos vemos. ¿De acuerdo?
—No sé si va a valer la pena.
—Puedo echarte una mano.
—No soy una interesada. Me gustaste tú, no lo que eres.
—También a mí me gustaste tú, no si eres modelo o secretaria.
Hubo un momento de silencio, muy breve, pero también muy denso y cargado de
expectativas. Al otro lado del hilo telefónico, Sofía pareció rendirse de pronto.
—Escucha —dijo—: ya sé que las drogas no son lo que se dice saludables, aunque las
controles. Pero es que si tuvieras que arrastrarte por todas las mierdas por las que me
arrastro yo...
—Eso son excusas, y lo sabes.
—Tú trabajas en lo que te gusta, haces entrevistas, fotos, ves gente, viajas... Yo también
quisiera hacer eso, trabajar en lo que me gusta, ser modelo, hacer cine.
—Es un trabajo, sí; pero mientras llega no deja de ser un sueño.
—Vamos, Jon.
—Los cementerios están llenos de tíos y tías que creyeron que podrían controlar las
drogas. Llámame moralista si quieres, pero es como lo veo, y lo veo así porque he visto
demasiado y sólo tengo veinticinco años. Estoy investigando lo de las Chicas de
Alambre, ¿recuerdas? Cyrille, Jess, Vania... Lo tenían todo, y antes de llegar a mi edad ya
lo habían perdido. Y no estoy de acuerdo en que sea mejor vivir diez años en las estrellas
que sesenta en la tierra. Todo lo que tenemos aquí es tiempo, y soy de los que quieren
aprovecharlo al máximo: viviendo.
—Eres un idealista.
—Hace diez años yo estaba enamorado de Vania. Entonces sí era un idealista. Ahora soy
la persona más realista que puedas conocer. Ya no me enamoro de pósters, ni de chicas
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de película. Ahora me gustas tú.
La pausa fue mucho mayor.
—Puro carne y hueso —trató de quitarle importancia a mis palabras.
—Te llamaré cuando vuelva, ¿de acuerdo?
—Si no estoy, es que me he ido a las Maldivas, o a la Polinesia, a tomar el sol.
—Bueno, entonces esperaré a que vuelvas. ¿Qué tal está tu compañera de piso?
—¡Ni se te ocurra! —logré hacerla reír—. ¿Quieres morir en el intento?
—Un beso. Cuídate.
Estornudó sonoramente, y no era fingido.
—Vale —gimió.
Colgué al mismo tiempo que ella y me quedé en la cama cinco minutos más, pensando, o
más bien dejando que mis pensamientos fluyeran libres. Cuando llenaron toda la
habitación, los aparté de golpe y volví a concentrarme en el teléfono. Aún me quedaban
unos minutos antes de tener que cambiarme de ropa y salir.
—Zonas Interiores, ¿dígame?
—Elsa, soy Jon.
—Ooh-la-la —cantó en el más puro estilo chic parisino.
—Deberías ver los Campos Elíseos. La primavera les sienta muy bien.
—Y tú deberías ver cómo está esto. El exceso de trabajo nos sienta de coña.
Me imaginé a Sofía con el buen humor y la mala baba positiva de Elsa. Una combinación
perfecta.
—Vale, ponme con la jefa.
—¡Una de madre... marchando!
No podía estrangularla. Era buena. Más que buena, indispensable. Seguro que mamá la
preferiría a ella.
—¿Jonatan?
—Agente 007 informando, señora —anuncié.
—¿Cómo lo llevas?
—Dejonet, muy bien. Trisha Bonmarchais... digamos que epatante. Me ha invitado a ver
un pase de modas dentro de un rato, a eso de las siete. Y antes estaré con las chicas en la
peluquería, viendo cómo se lo montan y de qué hablan.
—No alucines mucho.
—Tengo los nervios de acero y el corazón de piedra.
—Sí, ya —se burló ella.
—¿Crees que va a impresionarme estar rodeado por veinte o treinta de las mujeres más
guapas del mundo? ¡Por favor!
—¿De quién es el desfile?
—De un tal Michel de Pontignac. No le conozco.
—Yo sí. Es un nuevo Gaultier pero aún más excesivo. ¿Me harás fotos?
—No. Voy de incógnito. Prefiero concentrarme en la trastienda.
—De acuerdo.
—Oye, ¿tú sabes cuántas casas o apartamentos tenía Vania?
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—No, pero desde luego estaba el de París, porque leí que vivía más en él que en su piso
de Barcelona. A lo mejor tenía también otro en Nueva York. Para una top sería lo más
usual.
—Dile a Carmina que indague eso, ¿de acuerdo?
—Se lo digo.
—Mañana me voy a Nueva York; que me deje el recado en el hotel antes de irse esta
tarde, si es que tiene algo.
—De acuerdo. Tengo otra llamada, Jonatan.
—Un beso, mamá.
—No te enamores de una modelo —fue lo último que le oí decir antes de colgar.

Las chicas de alambre cap 15

XV
La Agencia Pleyel es una de las agencias de modelos más importantes del mundo. Lo
sabía de sobra, claro; pero es que uno podía darse perfecta cuenta de ello con sólo pisar la
recepción de sus oficinas, o incluso con sentarse delante, en la calle, como vi que hacían
varios adolescentes de ambos sexos, para ver entrar y salir a algunas de las mujeres más
hermosas del mundo o algunos de los hombres más sexys. El desfile era incesante, y con
ellas o ellos, pero básicamente con ellas, el del ejército de adláteres y acólitos que los
acompañaban, desde estilistas a fotógrafos, pasando por peluqueros, maquilladores,
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amantes, periodistas o simples devotos. La agencia era el oasis en medio del desierto de
la vulgaridad.
Otro mundo.
Otra galaxia.
Yo me sentí turbado cuando me detuve delante del mostrador de recepción. La misma
recepcionista habría podido ser «Miss Lo Que Quisiera». A ambos lados de ella, las
paredes estaban cubiertas de fotografías gigantes de las tops y los tops más destacados a
lo largo de los más de veinte años de vida de la empresa.
Vania, Cyrille y Jess estaban ahí.
Le dije a la recepcionista miss que me esperaba la «Suma Sacerdotisa». Me hizo pasar a
una salita de la cual fui rescatado a los dos minutos por otra belleza, ni más ni menos que
oriental, con un exquisito charme francés. La oriental me dejó en manos de un secretario
eficiente, el primer hombre que veía por allí. El siguiente paso fue conducirme por un
pasillo mayestático, cubierto con portadas de revistas famosas, desde Vogue a
Cosmopolitan. A través de algunas puertas vi a la consabida fauna y flora interna, los
bookers, el personal de cada equipo de selección o de lo que fuera, y mesas atiborradas
de papeles, ordenadores, diapositivas, fotografías y rostros de mujeres imposibles,
cientos, miles de rostros. Nuestro paso no se detuvo hasta ser finalmente entronizado en
el despacho de Trisha Bonmarchais.
En su tiempo había sido una notable modelo de pasarela y publicidad estática, influyente
y con personalidad. Conservaba muchos de sus rasgos de top model, y había acrecentado
esa personalidad con los años y su nuevo estatus de poder, especialmente desde que
contrajo matrimonio con el dueño de la agencia. Bastaba con mirarla. Tenía la última
edad perfecta de la juventud y la primera que conducía a la madurez plena, sólo que en
ella se fundían en un todo armónico, a pesar de la dureza de sus rasgos. Era alta, esbelta,
delgada, angulosa y sofisticada. Cien por cien parisina, porque Trisha, pese a su nombre
exótico, era de allí mismo. Por supuesto, una de sus facultades era la de tener memoria,
requisito indispensable en su negocio. Otra bien pudiera ser un estupendo archivo. Pero
aposté por la primera cuando me dijo:
—Tu debes de ser el hijo de Paula Montornés.
Me tendió una mano nada firme, de las que se sostienen fláccidas o se besan, y no hice ni
una cosa ni la otra. Sólo la tomé y me incliné levemente, con educación. Le gustó el
detalle. No sabía nada de su vida, pero aposté a que no era una viuda pasiva y
desesperada. Bastaba con verla.
—Mi madre me ha hablado mucho de usted —mentí.
—La conocí antes de su accidente. Era muy buena.
—Sigue siéndolo, aunque ya no ejerce como antes.
Me indicó que me sentara en una butaquita, frente a su mesa, y ella hizo lo mismo detrás,
en su trono.
—¿Tendrás suficiente con veinte minutos? —pareció marcarme el tiempo que me daba,
aunque luego lo arregló—. Si no es así, no hay problema. Podemos comer juntos.
Me sentí halagado; pero le dije que no, que esperaba tener bastante con veinte minutos y
no robarle...
—No me lo robas. Me encantan las entrevistas. Es una forma de publicidad —reconoció
—. ¿Cuál es el tema?
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—Vania.
—Oh —le cambió la cara. Seguramente esperaba algo distinto, sobre la agencia, o sobre
sí misma. Pero estuvo perfectamente al quite—: Pronto hará diez años, claro.
—Así es.
—¿Qué quieres saber?
—No sólo quiero centrarlo en la desaparición de Vania o las muertes de Jess y Cyrille.
También quiero hablar de las modelos, de lo que son y lo que sienten. Creo que nadie
mejor que usted para...
—Soy su madre, desde luego —asintió—. Desde que llegan aquí y son contratadas, me
convierto en todo para ellas. Ha de ser así, o de lo contrario... Los hombres son distintos,
sin olvidar que pocos se hacen famosos realmente. Las niñas, en cambio... —sonrió al
emplear la palabra niñas—. La edad ha bajado mucho. Empiezan muy pronto. Siempre
les digo lo mismo, que es un mundo duro, terrible, que no basta con ser bellas, que todo
es trabajo, trabajo, trabajo. Y me escuchan, pero... Quién acepta las reglas al cien por cien
cuando se tienen quince o diecisiete años. Se deslumbran, se sienten fuertes y seguras
tanto como, en ocasiones, frágiles. Cualquier mujer entra en una tienda y es capaz de
pasarse una hora probándose ropa sólo para ver cómo le sienta, cómo luce. Las modelos
hacen lo mismo: se prueban decenas de vestidos, los exhiben en una pasarela, es como un
juego. Luego está la imagen. Mira esto.
Me tendió un book de una modelo que no conocía. Lo abrí y pasé varias páginas con
bolsas de plástico, en cada una de las cuales había una portada de una revista o una
fotografía publicitaria. Entendí lo que me quería decir. Se trataba de la misma modelo,
pero nadie lo hubiera dicho. Una mujer, cien caras. Un rostro, cien imágenes.
—Son una y mil —lo hizo más grande Trisha Bon-marchais—. Para ellas es el máximo
de la fantasía. Ser modelo es una religión. Fíjate bien en el detalle: es tan maravilloso que
apenas dura. En el cine, una mujer llega a su esplendor a los treinta años. En el modelaje,
a esa edad ya se es vieja. Pocas llegan activas: Elle McPherson, Linda Evangelista, Cindy
Crawford... y aun es porque se han diversificado, han hecho cine, otras cosas, que si no.
Es tan duro que en el fondo todo está en contra. Si te enamoras, estás perdida. Si estás
sola, estás perdida. Aviones, aeropuertos, ni soñar con tener un hijo, hombres que van a
por ti pensando que pueden comprarte porque debajo de cada modelo hay una puta. Todo
en contra, pero basta con el placer que se siente por dentro para superarlo, ¿entiendes?
Una modelo de pasarela vive en esos minutos que está encima de ella casi toda una vida.
Y otra que preste su rostro a una marca de perfumes sabe que su imagen será vista y
admirada en todo el mundo. Eso, amigo mío, es poder. Y poder es placer.
—Siempre se dice que una modelo madura rápido, que en un año es como si vivieran
diez.
—Cierto. Son adultas a los trece o catorce años, mujeres a los quince y diosas a los
veinte. Eso es inasimilable. O maduran rápido o... La misma palabra lo dice: modelo. Son
un modelo a seguir, a imitar. Todas las adolescentes quieren serlo. Saben que, en un
mundo oscuro, ellas son la luz.
Hablaba con pasión de su mundo, con mucha pasión. Trisha Bonmarchais era una
magnífica relaciones públicas de su universo, porque creía en lo que decía. Para ella no
había nada más. Gente «fuera», o sea, «los demás», y gente «dentro», o sea, «ellos y
ellas». La vulgaridad frente a la perfección. El consumo frente al gancho. La fealdad
frente a la belleza. Lo gris de la vida frente al arte hecho imagen y sensación.
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—¿Qué es lo peor para una modelo joven?
—La familia y los novios —dijo rápida—. Ser modelo exige una disciplina total, entrega
total, vida total... y sentirse modelo las 24 horas del día, por dentro y por fuera. Por eso
las modelos españolas tardaron tanto en despegar, y aún les cuesta. Y que conste que no
es algo mío. Pregunta y te dirán lo mismo en todas las agencias. Las malas famas, por
desgracia... La española es poco disciplinada, es impuntual, tiende a la pereza y escucha
demasiado a la familia o al dichoso novio o los amigos. En este trabajo no puede haber
novios, y la familia no tiene ni idea de lo que pasa. Antes te he dicho que yo soy su
madre.
—¿Su marido era el padre?
—Por supuesto.
No sabía cómo abordar el tema de las drogas. Se había escrito tanto acerca de que Jean
Claude Pleyel suministraba cocaína y heroína a sus chicas para tenerlas en forma, que
pensé que no era necesario preguntarle a su mujer. Podía echarme a patadas.
Me desconcertó que ella misma...
—Todo aquello que se escribió al morir Jean Claude fue pura basura —dijo de pronto—.
¿Cómo iba a hacerles daño? ¡Es absurdo! Es la misma leyenda negra que acompaña al
rock. Tú eres joven y lo sabes. Se asocia al rock con el sexo y las drogas. O a los
escritores con las borracheras. Falso, falso, falso. En el mundo del rock han muerto
muchos artistas por sobredosis, ¡de acuerdo! Pero nada más. ¿Por qué se magnifica? Muy
simple: si muere por una sobredosis el vicepresidente de una marca de coches, la noticia
ocupa un par de líneas en un periódico. Pero si se muere una rock star, es portada, y
entonces la gente dice: «Claro, como todos son unos drogadictos.» En la moda ocurre lo
mismo. No todas las modelos delgadas toman drogas, ni todas son anoréxicas o
bulímicas, ni todas soportan la presión, los viajes o las horas de trabajo con anfetaminas.
Muchas son normales, con vidas normales, equilibradas y sumamente inteligentes. Pero
basta que una o dos caigan para que el mundo crea que todas son iguales.
Me estaba «vendiendo» el producto, y lo hacía bien. Lo que decía tenía su lógica. Yo
mismo lo había pensado a veces del mundo del rock. Sin embargo, la cuestión no era
aquélla. La cuestión, pese a todo, era que Jean Claude Pleyel había sido un cerdo. Eso sí
se demostró en el juicio.
Pero ella era su mujer, así que no iba a sacarle nada por ahí.
Lo importante es que ya estábamos dentro de lo que a mí me interesaba.
—¿Quién mató a su marido? —le pregunté de pronto, aprovechando que parecía estar
muy lanzada.
—No lo sé —dijo, sin plegar velas—. Te digo la verdad. Desde luego no fue aquel idiota.
Los idiotas no van pegando tiros a la cabeza de la gente. Eso lo hacen los asesinos en
serie, o los fanáticos, o los locos, como el que mató a Versace. Pero el novio de Jess
Hunt... no, no. Absurdo.
Frederick Dejonet opinaba lo mismo. No parecía ser casual.
—Pero le amenazó. Fue a su propia casa; usted fue testigo de ello.
—Era un loco idiota, nada más —insistió segura.
—Se le juzgó por ello.
—No tenían a nadie más, y mi marido era demasiado importante. Había que buscar un
cabeza de turco. Nicky Harvey era perfecto. Carecía de coartada, tenía el motivo... bueno,
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el motivo que dijeron que tenía, claro. ¿Cómo iba a querer vengar a su novia matando al
hombre que supuestamente la introdujo en las drogas, cuando la propia Jess le metió a él?
Yo le vi en el juicio, y no era más que un drogadicto asustado, y un niño bien hasta aquí
de porquería —se llevó la mano derecha en horizontal a la altura de la nariz.
—¿Después de la muerte de Nicky Harvey, hizo usted algo para que se siguiera
investigando?
—Sí; pero la policía no me hizo caso. Dijeron que el caso estaba cerrado.
—¿Por qué desapareció Vania después del juicio?
—No lo sé.
—¿Cuándo fue la última vez que la vio?
—Antes de irse a la clínica para que la trataran por la anorexia. También hablé una vez
por teléfono con ella mientras se recuperaba.
—¿Y después?
Hizo un gesto definitivo.
—Se acabó. Nunca más.
—¿Ni un mensaje, ni un indicio, ni una pequeña sospecha?
—Nada.
—¿Trató de buscarla, de ponerse en contacto con ella?
—Claro. Cuando supe que había abandonado la clínica la llamé para saber cómo estaba y
darle trabajo. Tenía un montón de peticiones para ella.
—¿Por teléfono notó algo...?
—La noté cansada, afectada, eso es todo. Ya no volví a llamarla porque imaginé que lo
que necesitaba era descanso, desconectarse dos o tres semanas del mundo.
Desconectarse.
Tuve una idea de repente. Algo que no se me había ocurrido hasta ese instante.
—¿Pudo saber ella algo diferente en relación con la muerte de su marido?
—No lo creo; pero en cualquier caso...
—¿Dónde estaba Vania cuando murieron Jess y luego su esposo?
—Cuando murió Jess, Vania se encontraba en Nueva York. Lo recuerdo porque nos
llamó desde allí. No tenía pasaje para volver y quería hacerlo cuanto antes. Cuando murió
mi marido, estaba aquí, con los padres de Jess si no me equivoco.
—¿Recuerda usted a la criada de Vania?
—¿A quién?
—Su criada, ayuda de cámara, secretaria; no sé, hacía un montón de cosas para ella.
—No, no. ¿Secretaria? Nunca hablé con ninguna secretaria de Vania.
Saqué la fotografía de mi bolsillo, es decir, la fotocopia del periódico que había hecho la
tarde anterior, y se la tendí. Miró a la mujer negra sin que le cambiara la cara.
—Recuerdo haberla visto con Vania, sí, pero ni siquiera sabía que fuera su criada o... —
se encogió de hombros y me devolvió la hoja. Después miró su reloj y dijo—: Me temo
que...
—Sí, sí, lo siento. A veces...
—¿Por qué no te vienes hoy al desfile de Michel de Pontignac? Te sería muy útil para el
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reportaje. No sólo puedo darte una invitación, sino meterte en el staff para que estés con
las chicas en el peluquero y luego entre bastidores, viendo el back stage de un desfile.
¿Has estado alguna vez así en uno?
—No.
—Entonces está hecho. Michel no es Gaultier ni Lagerfeld, pero es uno de los genios
emergentes de la moda. La mayoría de las chicas que va a utilizar son mías.
—Gracias.
Se puso en pie y me acompañó a la puerta. No sé cómo lo hizo, pero antes de llegar a
ella, ya apareció su secretario, dispuesto a satisfacer sus exigencias y darme lo que
necesitaba.

Las chicas de alambre cap 13 y 14

XIII
Vicente Molins, el padre de Vania, estaba en una silla de ruedas a sus setenta y cinco
años. Frederick Dejonet, el hombre que llevó a Cyrille a París, tenía ochenta y, por
contra, hubiera parecido fácilmente rondar tan sólo los sesenta.
Alto, con glamour, clase, elegancia, me recibió en el jardín de su villa, a las afueras de
París, en dirección al Charles de Gaulle. La primavera en París dicen que es más
primavera. No estoy de acuerdo, pero reconozco que el día era muy agradable, y que
vivir como vivía el señor Dejonet ayudaba. De lejos vi a un par de mujeres, treintañeras,
pero no quise pensar mal. Frederick Dejonet había sido playboy y aventurero,
«profesiones» que no estaba seguro de si seguían siendo válidas a su edad, aunque visto
su buen aspecto...
Lo sorprendente fue que me recibiera sin más, con sólo darle mi tarjeta al mayordomo, o
lo que fuera, que me abrió la puerta. Luego pensé que, para mucha gente, estar en el
escaparate durante años y dejar de estar debía de ser duro. Si es que él ya no estaba.
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—Periodista, y español —me sonrió con seguridad al darme la mano—. ¿Para qué puedo
ser interesante en su país?
—¿Cyrille? —dejé escapar con cautela.
Sonrió. Lo hizo con nostalgia, con placer, con satisfacción, con ternura.
—Cyrille —suspiró—. Claro, claro.
Me invitó a sentarme. El parasol era amplio; las sillas, acolchadas, muy cómodas; la vista
de la piscina, magnífica. El mayordomo esperó disciplente a que su amo y señor me
preguntara:
—¿Ha desayunado ya, señor Boix?
—Sí, en el hotel. Gracias.
—¿Desea...?
—No, no, muy amable.
El cumplido asistente se retiró y nos dejó solos. Frederick Dejonet vestía un traje
impecable, americana azul oscuro, pantalones blancos, camisa azul cielo abierta, pañuelo
en el cuello, zapatos, también blancos, sin calcetines. Eran las diez de la mañana y
parecía a punto de salir para una excursión en yate o un torneo de polo.
—¿Dónde ha estudiado francés? —se interesó.
—Primero en la escuela, pero después... viajando.
—Ah, viajar —elevó los ojos al cielo—. Ahora ya casi no viajo, ¿sabe? Creo que es el
mayor de los placeres. Una persona no aprende nada si no viaja. Una vez les dije a mis
hijos: «No volváis hasta que no hayáis recorrido por lo menos cien mil kilómetros.» —
volvió a referirse a mi francés—: Tiene buen acento. ¿Sabrá también inglés, italiano...?
—Y algo de alemán, portugués... además de las lenguas de mi país, aunque el euskera se
me resiste.
Se echó a reír. Me encantó. Daba la impresión de disfrutar de mi presencia. Eso facilitaría
el diálogo. Antes de conocerle no tenía ni idea de si le iba a resultar agradable, doloroso o
indiferente hablar de Cyrille.
Él mismo retomó la conversación en el punto que me interesaba.
—Cyrille, Cyrille, Cyrille —exclamó.
Sabía que lo preguntaría igualmente, así que se lo dije yo:
—Nuestra revista está publicando un artículo sobre las Wire-girls.
—Bueno, yo sólo aparezco al principio de la historia de Cyrille —justificó que no
pudiera contarme mucho.
—Pero pienso que, en su caso, ese principio es lo más importante.
Me di cuenta de que empezaba a retroceder por el túnel del tiempo. Sus ojos dejaron de
mirarme a mí para asomarse a su interior, a sus recuerdos. Se acomodó mejor en su
butaca de jardín.
—Nunca olvidaré aquel día, desde luego. No era más que una niña, pero... —cerró los
ojos—. Qué hermosura, qué delicadeza, qué tono. Apareció ante mí, en casa de mi buen
amigo Harry MacAnaman, y fue como si diez mil años de historia de África se
concretaran en su cuerpo y en su imagen. Aquella belleza única, explosiva, natural, en
bruto, todavía sin modelar. Aquella piel azabache, aquellos labios tan perfectos, aquellos
ojos de mirada tan inquisitiva. Era la mujer perfecta —volvió a abrir los ojos para
mirarme y suspiró de nuevo—. Puede que le parezca absurdo, señor Boix, pero fue como
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le digo, y me enamoré de ella al instante. Ya ve. Tenía sesenta años, y ella, catorce,
aunque la edad no contase. No en ese momento, por extraño que le parezca.
—No me parece extraño. La mayoría de las modelos de hoy son niñas, y muchos
hombres ven lo que anuncian y las desean, a veces sin saber que tienen quince años. El
maquillaje o la ropa las hace parecer mucho mayores.
—Conoce usted la historia de Cyrille, supongo.
—Sí.
—¿Se lo imagina? —me apuntó con un dedo inquisidor—. Todo lo que pasó antes de que
mi amigo le diera un trabajo y yo me la trajera a París... Una vida entera, un infierno.
Decían que su belleza era diferente, que inspiraba ternura, pero que era fría. ¿Cómo no
iba a serlo? ¡La mataron siendo una cría!
—Debe de ser duro que tu propio padre te venda por unos camellos.
—¡No es sólo eso! —se envaró—. Cyrille estaba muerta en vida, no podía amar a nadie.
Por eso yo fui importante para ella, porque la cuidé como nadie lo había hecho. Y por eso
fueron importantes Jess Hunt y Vania, porque se convirtieron en sus hermanas, su
familia.
—¿Por qué dice que estaba muerta en vida?
—Señor Boix —frunció el ceño—, ¿acaso ignora que le hicieron una ablación de clítoris
cuando tenía nueve años?
No lo sabía. Nadie lo había escrito jamás. Era la primera noticia.
Me estremecí sin poder evitarlo.
Si hay una práctica ancestral que me parece aberrante, brutal, odiosa y dramática, es la de
la ablación de clítoris en algunos países africanos o de religión islámica. Cada año, en
diciembre, mientras una parte del mundo celebra la Navidad; en otra parte, a miles de
niñas se les amputa el clítoris para anularles el deseo, para que no sientan el placer
sexual, para convertirlas tan sólo en máquinas reproductoras. A fines de 1997 en Egipto
se había prohibido finalmente por ley la ablación de clítoris, para monumental enfado de
los radicales islámicos.
Sólo que Egipto no era más que un país, y en las aldeas, tanto como en el silencio de las
casas de las grandes ciudades, las ablaciones seguían, y seguirían, y seguirán.
Tradiciones.
—Ya veo que no lo sabía —asintió Frederick Dejonet.
—No —exhalé.
—Entonces, lo entiende, ¿no es así? Se convirtió en una de las mujeres más deseadas del
mundo, y el contrasentido era que ella no podía sentir ningún deseo. Jess Hunt tuvo una
vida azarosa, y Vania, aunque menos, también. Amaron y fueron amadas. Cyrille, no. Era
fría. Pese a lo cual pasé con ella los mejores momentos de mi existencia; ¿puede
creerme?
—Cuando la perdió, debió de pasarlo mal.
—No llegué a perderla del todo —se defendió—. Lo que pasó fue que un día la vio por la
calle Jean Claude Pleyel y la naturaleza siguió su curso. Nada menos que él, dueño de la
Agencia Pleyel, en persona. Era una oportunidad. Cyrille tenía quince años y él le puso el
mundo a sus pies. Aceptamos. Y vea que hablo en plural. Aceptamos. Yo no podía
tenerla en casa, encerrada en una urna. Ella necesitaba abrir sus propias alas. En dos años
ya era una gran modelo, no tuvo que aprender nada. Le ponían cualquier ropa y le decían:
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«Camina». Y ella caminaba. Le ponían algo en las manos y le decían: «Posa». Y ella
posaba y vendía ese producto. Tenía magia.
—¿Quién le puso el nombre?
—Pleyel. Yo ya me he habituado a llamarla Cyrille. Pero para mí era Narim.
—¿Tuvo Cyrille algo que ver con el inglés que le dio trabajo en Etiopía?
—¿Harry MacAnaman? ¡No! Harry tenía una esposa muy agradable y cinco hijos.
Cuando le propuse a Narim... a Cyrille llevarla conmigo a París, ella aceptó sin dudarlo, y
él lamentó perder a una buena empleada, porque se llevaba muy bien con sus niñas.
—¿Cómo la convenció?
—Le ofrecí el mundo —se encogió de hombros—. Le mostré una fotografía de la torre
Eiffel y le dije que podía ser suya. Lo primero que hicimos al llegar fue visitarla y subir
hasta la parte más alta. Estaba entusiasmada. A su modo, yo fui el primer amor de su
vida. Y no quisiera que me interpretara...
—Descuide —le tranquilicé.
—Mi amigo MacAnaman fue una mano en la oscuridad. Él la rescató y le dio una
oportunidad. Pero yo lo fui todo para ella. Padre, marido, amante, hermano. Despues
aparecieron Vania y Jess. Pero Cyrille siguió viviendo aquí, conmigo, hasta un par de
años antes de su muerte.
—¿Se pelearon?
—No. Nunca. Pero ella ya pasaba más tiempo fuera que en casa. Tuve que dejarla
marchar del todo. Nunca lo habría hecho por sí misma, así que se lo dije yo. Y no crea
que fui generoso. Tan sólo actué con algo de lógica, y también porque me enamoré de la
que luego fue mi tercera esposa. Ella sí podía sentir placer.
Acostarse durante años con una persona tan fría, muerta, por hermosa que fuera, por
perfecta que resultase... Volví a estremecerme.
—¿Fue Pleyel quien introdujo en el mundo de la droga a Cyrille?
—Sí —fue rotundo.
—¿Usted lo sabía?
—Al comienzo, no —bajó la cabeza—. Ese cabrón les daba heroína y cocaína a sus
chicas, para que siempre estuviesen delgadas, para que no engordaran y también para
tenerlas en un puño. Cyrille no me dijo nada, me respetaba mucho; pero un día empecé a
sospechar. Estaban bañándose ahí —señaló la piscina—, las tres, y Jess Hunt desapareció
cinco minutos. Cuando volvió parecía... qué sé yo. Nunca he tomado drogas, ¿sabe?
Jamás. Hablé con Cyrille, y lo confesó. Ella y Jess estaban muy colgadas ya. Vania no, lo
suyo era anoréxico puro, aunque también tomara drogas a veces, me consta. Bueno... lo
de las Wire-girls fue un invento del propio Pleyel, así que tenía que mantenerlas
esqueléticas para seguir con esa leyenda. Era su negocio. Maldito hijo de puta. ¿Sabe
algo? —me miró con acritud—: Quien matara a Jean Claude Pleyel hizo bien. Ese cabrón
arruinó la vida de muchas modelos, y no todas eran tops como Cyrille, Jess o Vania.
—¿No cree usted que le matara Nicky Harvey, el novio de Jess?
—¿Ese cretino? ¡No, santo cielo!
—¿Entonces... quién?
—No lo sé, pero Nicky Harvey... —repitió su gesto de asco—. No era más que un
petimetre. Fuera quien fuera el que mató a Pleyel, le vino de perlas que ese chico fuera
45
acusado, y aún más que muriera de una sobredosis antes de que terminara el juicio. Todo
el mundo acabó incluso más convencido de que había sido él; pero si le hubiera
conocido. ¡Por Dios! No, no, imposible.
—¿Cómo recuerda el último año de las Wire-girls?
—Con amargura, aunque lo que les pasó después a Jess y a Vania... a mí me dio igual. La
primera en morir fue Cyrille.
—¿Sabe cómo pilló el sida?
—Una jeringuilla compartida. Sólo pudo ser eso. No creo que fuera algo sexual.
—¿Entiende su muerte?
—Sí —asintió—. Todo lo que tenía Cyrille era su belleza, su éxito, su fama. Era su
venganza contra el mundo, contra el padre que le hizo la ablación de clítoris y luego la
vendió por unos camellos, contra los hombres que la deseaban sin saber que ella no podía
desear a nadie. Su belleza lo era todo. Por eso se mató. No quiso verse destruida.
—¿Jess?
—Ya no lo sé —reconoció—. Tal vez estuviera afectada por lo de Cyrille y se pasó con
la dosis, o tal vez fue una casualidad. ¿Cómo saberlo? Fue triste. Y tras eso se
desencadenaron los acontecimientos: la muerte de Pleyel, la detención de Nicky Harvey,
la muerte de Harvey... En el juicio, Vania estuvo tan sola... Yo la vi en él. Fui a un par de
sesiones, aunque ni siquiera hablamos. Era como una sombra. Parecía a punto de
quebrarse, o de desaparecer, de delgada que estaba. Piel y huesos. Un día dejé de oír
hablar de ella y... hasta hoy. El tiempo ha pasado muy rápido, como siempre. Ni siquiera
sé si está viva o muerta.
Me miró esperando que se lo aclarara, pero yo sostuve esa mirada sin saber qué decirle.
XIV
La hemeroteca del Liberation estaba debidamente informatizada, así que me costó poco
encontrar todos los datos relativos al suicidio de Cyrille, la muerte de Jess Hunt, el
asesinato de Jean Claude Pleyel, la detención de Nicky Harvey, el juicio y finalmente la
muerte del novio de Jess debido a otra sobredosis. Todo había sucedido allí, en París, así
que los medios informativos de una década antes lo habían cubierto con exhaustividad y
rigor.
Disponía de tiempo, así que me lo tomé con calma. Toda la tarde. Mi segunda cita en
París, ésta ya acordada, era con Trisha Bonmarchais, la viuda de Jean Claude Pleyel y
actual propietaria de la Agencia Pleyel. Eso sería al día siguiente por la mañana. No me
había costado mucho conseguirla. Zonas Interiores es conocida en los lugares adecuados
de muchas partes. Incluso dispondría de unas horas libres para darme una vuelta por la
Defense o el nuevo Louvre.
En torno a la muerte de Cyrille, de cuanto leí, nada me sirvió en exceso. Los datos los
tenía ya en mis archivos. La famosa top había sido encontrada en su apartamento parisino
por su asistenta, ya cadáver, después de haber ingerido la noche anterior un cóctel de
pastillas y fármacos diversos. No dejó ninguna nota, por lo cual no se supo inicialmente
el motivo de su suicidio. Incluso se especuló con el factor «accidente» para justificar su
deceso. Pero en días sucesivos las noticias completaron el cuadro. En primer lugar, la
autopsia demostró que no pudo haber tomado todo lo que se tomó por accidente. En
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segundo lugar, apareció el médico que le había diagnosticado el sida. Dos y dos sumaron
cuatro.
En las fotografías del entierro de Cyrille, vi a Jess y a Vania, a Frederick Dejonet, a Jean
Claude Pleyel...
Era curioso: nunca se supo nada de los padres de Cyrille, es decir, de Narim Wirmeyd.
Tal vez ni supieran que su hija se había convertido en una musa de la moda.
La información acerca de Jess Hunt era bastante más exhaustiva por el morbo de su
fallecimiento, pero aún más por los acontecimientos posteriores. Jess había sido hallada
muerta por su novio, Nicky Harvey, en su apartamento de las Tullerías. Hacía cinco
meses de la desaparición de Cyrille y, según los indicios y declaraciones de «amigos y
amigas» de la top, Jess estaba muy deprimida por lo sucedido. Los dos meses anteriores a
su muerte los había pasado sin trabajar, hecha una ruina, y dos días antes del fatal
desenlace ella y Nicky Harvey habían decidido ingresar en una clínica de
desintoxicación. No tuvo opción de dar el paso. La sobredosis de heroína terminó con su
vida. Harvey, hijo de una acaudalada familia californiana, estaba de viaje.
Tres días después de la muerte de Jess, alguien disparó de noche y en la calle a Jean
Claude Pleyel. Dos balas en la cabeza. El dueño de la Agencia Pleyel cayó al suelo
fulminado. Un solo testigo presencial, aunque lejano, manifestó haber visto huir a un
hombre a pie, y después aseguró haber oído alejarse un coche. Nada más. La policía tardó
menos de una semana en detener a Nicky Harvey, acusándole de asesinato. ¿Motivo?:
matar al hombre que, según él, había metido a Jess en el mundo de la droga. Jess, a su
vez, había pasado su afición a su novio. Las causas parecían, pues, de lo más genuinas,
una venganza pura y simple. Pleyel era el mal, el diablo.
Pero Nicky Harvey, pese a no tener coartada alguna —aseguró que, afectado por la
muerte de Jess, se había refugiado solo en una cabaña a las afueras de París—, juró y
perjuró que él era inocente, que no había matado a Pleyel. Su insistencia se mantuvo
hasta el día del juicio, pero el fiscal logró reunir no pocas pruebas incriminatorias en su
contra: declaraciones de odio hacia la víctima, antes y después de la muerte de Jess, una
amenaza telefónica confirmada por la recepcionista de la Agencia Pleyel y una visita
furibunda a su casa, de la que fue testigo la esposa del asesinado, Trisha Bonmarchais. El
cerco en torno a Harvey se cerró y, para cuando llegó el juicio, todas las cartas habían
sido repartidas, y él no tenía ningún as. El fiscal, encima, se sacó un comodín inesperado:
un médico aportó las pruebas de que Jess había abortado voluntariamente en Amsterdam,
Holanda, exactamente un mes antes del suicidio de Cyrille. Según el médico, Jess tenía
todavía algunas dudas, pero Nicky Harvey, padre de la criatura, la obligó a hacerlo, y
ella, sin voluntad apenas por su dependencia de las drogas, lo aceptó.
El mundo entero señaló al joven Harvey, de veinticinco años, como el niño mimado y
malcriado capaz de todas las monstruosidades. El juicio entró en su recta final, pero el
destino se reservó un último giro inesperado para dejarlo todo en el aire. Ni siquiera se
supo si el jurado le habría declarado culpable o inocente. Nicky Harvey murió también de
una sobredosis.
Alguien dijo que, pese a todo, estaba loco por Jess, y que sin ella...
Vi más fotografías: en el entierro de Jess, en las sesiones del juicio, en el entierro de
Nicky...
Vania.
Una Vania apenas reconocible ya, con gafas oscuras, pañuelo en la cabeza, vestida de
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negro, frágil, breve. Me pregunté, incluso, como había podido aguantar la parte final de
toda la historia en pie, cuando su delgadez, su extrema anorexia, hacía presagiar también
para ella un final trágico.
Me quedé como hipnotizado delante de una fotografía que no conocía, que nunca había
visto antes. Pertenecía a una de las sesiones del juicio de Harvey. El pie era sucinto:
«Vania, la famosa top amiga de Jess Hunt, abandona visiblemente afectada la sala en la
que se celebra la vista por el asesinato de Jean Claude Pleyel, después de saberse que la
rubia americana había abortado en Holanda.»
Junto a Vania había una mujer de mediana edad, negra.
Recordé las palabras de la tía de Vania y de Nando Iturralde: aquella era la criada,
asistenta, secretaria, amiga, consejera y casi madre de la modelo.
Allí estaba.
Era la primera vez que la veía.
Y aquella foto no engañaba. La mujer negra protegía a Vania, la amparaba, la conducía,
impedía que se le acercaran los fotógrafos, desarrollaba una suerte de energía total y
absoluta. Vania caminaba con los ojos protegidos tras unas gafas oscuras, mirando al
suelo. La otra era su ángel de la guarda, su guardaespaldas, la que se encargaba del resto.
Me pregunté qué habría sido de aquella mujer.
Ni siquiera sabía su nombre.
Es más, si no recordaba mal, Luisa Cadafalch me dijo que al casarse su sobrina le parecía
que la asistenta se había ido, aunque no estaba segura.
«Confiar... sólo confiaba en su criada. Bueno, ella decía que era más bien su "chica-para-
todo", secretaria, asistente, protectora... Yo no sé de dónde la sacó. Era mulata,
suramericana o algo así. Esa mujer la cuidaba, la protegía, la mimaba.»
Aquella foto lo demostraba, y demostraba que seguían juntas. Hacía dos años que Vania
se había casado y separado de Robert Ashcroft.
«De cualquier forma y dijera lo que dijera mi sobrina, era la criada y punto. Le tomó
cariño y confianza, pero...»
Ya era tarde. Llevaba en la hemeroteca del Liberation cuatro horas. Hice fotocopias de
cuanto me interesaba, especialmente de las fotografías, y más aún de aquélla en la que
aparecía la asistenta de Vania, y abandoné el local para pasar mi segunda noche en París.
Aunque no tuviera el menor deseo de salir o hacer nada de lo que se supone que puede
hacer un tipo de veinticinco años en la capital de la luz.
¿He dicho que prefiero mil veces Londres?

Las chicas de alambre cap 12

XII
Sofía ya no estaba por la mañana, al despertar.
Me había metido en la cama —por suerte es espaciosa, así que ni nos habíamos rozado—
y, aunque con dificultad, porque es duro dormir teniendo tan cerca a una mujer como
ella, al final me quedé dormido.
Supongo que esperaba que yo lo intentara.
O que al menos le hablara.
Pero no lo hice. Me sentía extraño. Y ya no pensaba en Vania. Pensaba en la propia
Sofía. Y en todas las Sofías candidatas a modelo o ya profesionales, que caían en manos
de aquella locura.
Así que se había ido, sin hacer ruido.
El billete de diez mil pesetas seguía en el suelo, en el mismo lugar donde se cayó la
noche anterior.
Acabé de hacer la maleta, metí lo imprescindible para una semana y me fui a la redacción
de Z.I. intentando no pensar demasiado en mi nueva amiga. Probablemente ya no la
volvería a ver. Antes de decirle adiós a mi madre pasé por administración para recoger
los pasajes de avión y unos cuantos dólares en metálico para gastos. Porfirio me hizo
firmar los correspondientes recibos.
—El regreso de Estados Unidos está abierto, como querías.
—De acuerdo.
—Bien vives —me dijo, estudiando y envidiando mi aspecto de hombre aventurero.
—Ya me gustaría verte yo a ti en esa selva —señalé al otro lado de la ventana.
Porfirio era bajito, regordete, calvo. El perfecto administrador.
—Tráeme...
—Los justificantes, sí, descuida —asentí rápido.
Le dejé calibrando nuestras diferencias laborales y pasé por el despacho de mi querida
Carmina. Mi «conseguidora» me lanzó una sonrisa feliz y me tendió una hoja de papel.
—Creo que es todo —dijo con su eficacia natural—. Y lo que no he podido conseguir o
no está claro... te he puesto cómo intentar lograrlo.
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—¿Por ejemplo?
—La última dirección de Robert Ashcroft en Nueva York era de una galería de arte en
Tribeca; pero ese tipo de galerías abre y cierra como si nada. Tal vez ya no esté allí. Así
que te he puesto media docena de teléfonos de gente conocida y vinculada con el mundo
del arte. Tampoco sé si la madre de Jess Hunt sigue en Los Ángeles. Su hija pequeña
trabaja en una serie de televisión, pero igual la han cancelado y...
—Eres un sol.
—A ver qué día me llevas a dar un paseo por Kenia o por Jordania.
—¿Te imaginas, tú y yo juntos?
—No —se echó a reír.
Le lancé un beso y entonces, sí, me fui a por mi madre.
Estaba dando los últimos toques a la portada del número de esa semana, así que hice lo
que suelo hacer en estos casos: meter baza. El montador, que estaba con ella, se puso a
temblar.
—Yo bajaría esta foto un centímetro, le daría algo de color a este titular y destacaría aún
más el principal en rojo.
—Te voy a buscar trabajo en el Hola o en el Lecturas —me amenazó ella.
El montador sonrió por debajo del bigote.
Esperé a que terminaran sin abrir más la boca, es decir, privándoles de mis consejos y mi
experiencia. Cuando el montador se fue con la portada aprobada, me quedé a solas con
ella. Todavía me quedaba tiempo suficiente para llegar al aeropuerto y salir rumbo a
París.
—¿Cuándo te vas? —quiso saber mamá.
—Diez minutos.
—¿Qué tal el viernes?
—No muy bien —puse cara de desconfianza—. Tomás Fernández, el noviete de Vania
cuando ella tenía dieciséis años, sigue siendo un borde integral de los que se merecen que
los pise un coche en un paso de peatones. Y Nando Iturralde, aunque fue mucho mejor,
tampoco aportó gran cosa. Material para un buen reportaje, sí; pero poco más.
—¿Y el «toque Boix»?
—Oh, sí, el toque Boix. Lo olvidaba.
Mi madre abrió el cajón central de su mesa. Extrajo una revista de él y me la tendió. Era
española, fechada un año antes.
—Hay un buen artículo sobre el mundo de la moda, las tops, la servidumbre de la fama,
la drogadicción y todo eso —me informó—. Léetelo, porque es el tono que me interesa.
—¿De veras lo crees necesario? —casi me ofendí.
—No seas absurdo. Hay detalles que pueden ayudarte.
—Vale —lo metí en mi bolsa de mano.
—Picasso copiaba de todo el mundo, pero como lo hacía mejor...
—Mamá...
—Tengo una reunión —me despidió—. Anda, dame un beso y lárgate.
Le di un beso y me largué. Salí a la calle, subí a un taxi y le pedí que me llevara al
aeropuerto. Me olvidé de la revista porque en el aeropuerto, cosa nada rara, me encontré
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a un amigo. Por suerte no iba a París, sino a Londres, a ver el concierto de Peter Gabriel.
No abrí la bolsa de mano hasta que el vuelo con destino a Orly estuvo en el aire.
Entonces, sí, saqué la revista, busqué el artículo y le di un rápido vistazo.
Después lo leí. Mamá tenía razón. Era bueno.
En especial, algunos párrafos...
«¿Alguien sabe quién fue la primera auténtica top model de la historia? Probablemente,
no. Se llamaba Evelyn Nesbit, y en 1901 llegó a Nueva York, a los quince años,
acompañada de su inevitable madre —todas tienen una madre celosa y protectora, hasta
que ellas mismas se independizan, cansadas de su celo—. En su ciudad natal, Evelyn
había causado estragos. Se pusiera lo que se pusiera, y la fotografiaran con lo que la
fotografiaran, el resultado era inmediato, y el éxito, seguro. Pese a su temprana edad,
Evelyn Nesbit era un imán. Pero básicamente lo era para los hombres. Podía ser una niña,
pero no lo parecía. A todo aquel que llevara pantalones le provocaba una reacción global,
le atrapaba, le seducía. Así que Nueva York centelleó para la primera Lolita de su
emporio. Joel Fender fue el fotógrafo que la lanzó al estréllate en la ciudad de los
rascacielos, utilizándola como modelo para lucir sombreros, zapatos, vestidos, etc. Los
periódicos publicaron con avidez esas fotos. Pero el público a quien convirtió en una
diosa fue a ella. Fue bautizada como "la modelo más hermosa de Estados Unidos".
También se convirtió en la primera pin-up. Sus fotos eran el secreto oculto de muchos
jóvenes cuando aún no se habían inventado los pósters. El siguiente paso de Evelyn fue el
mundo del espectáculo: corista en el musical Floradors, un pequeño papel en The wild
rose... hasta que aceptó ser la protegida, y amante, de un famoso arquitecto llamado
Stanford White. Evelyn tenía dieciséis años y él cuarenta y siete, además de una esposa.
El escándalo marcó su vida a partir de aquí.
»El modelo Evelyn Nesbit se ha perpetuado desde aquel comienzo de siglo. Hubo
cambios, pero las tops continuaron siendo las reinas. En los años veinte se intentó que
ellas no apartaran la atención del producto que anunciaban. Fue un vano intento. El
diseñador francés Paul Poiret llegó a prohibirle en cierta ocasión a una periodista inglesa
que hablara con una modelo. Le dijo: "No hable con las chicas. ¡Ellas no existen!" Pero sí
existían. A partir de los años cuarenta, el término supermodelo o top model ya comenzó a
ser habitual. Con Cindy Crawford, El rostro, los años ochenta acabaron encumbrando lo
que ya en los sesenta y los setenta era una señal de identidad.»
—¿Es un buen artículo? —oí comentar a una voz a mi lado.
Odio a los pelmas que quieren hablar en los aviones.
—Sorry, I don 't understand —dije, suplicando que no supiera inglés.
No lo sabía.
Volví a mi apasionante lectura.
«¿Qué diferencia a una top de una modelo vulgar? En primer lugar, un halo invisible que
la hace distinta, que enamora al espectador, a la cámara, y que transmite la sutil droga del
deseo. El deseo, sí. Una top ha de tener nervios de acero, ser camaleónica, parecer
siempre distinta aún siendo ella misma, mostrarse vulnerable pero también altiva, y
mezclar sentimientos como la tristeza con la desvergüenza, el carácter de una diosa con la
ternura de una novia. Venden imagen, pero además se venden a sí mismas. Son el sueño
de las mujeres que quieren ser como ellas, y de los hombres que quieren poseerlas. Se
supone que tienen cuerpos perfectos, moldeados por la madre naturaleza en una sutil
combinación de armonía y estallido de los sentidos. Son "productos acabados" al
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milímetro. Pero incluso la perfección puede mejorarse. Por eso ellas hoy se operan la
nariz, los pómulos, los labios, se hacen ampliar la frente, se quitan los dientes del juicio o
los molares inmediatos a ellos para que sus rostros sean más chupados y, por encima de
todo, potencian esa palabra que antes he citado aparte: deseo. Su arma. Una actriz seduce
desde la pantalla con un buen papel, pero una modelo sólo puede hacerlo desde una foto
o desde una pasarela. Todo ha de ser más rápido, pues. Deseo al instante. Shock.
»¿Qué es el deseo? Piénsenlo. Rubens pintaba mujeres gordas y se decía que en ese
tiempo los hombres las querían carnosas. ¿Por qué hoy ha cambiado esto? ¿Por qué hoy
muchas modelos parecen muñecas frágiles, a punto de romperse, y lo que potencian es su
imagen lánguida, débil, triste y hasta ojerosa? ¿Por qué lo que podríamos llamar "el
efecto Auschwitz"? Pues porque parte de su atractivo y reclamo es ése. Una mujer
exuberante inspirará una clase de deseo. Pero una mujer muy delgada, casi evanescente,
inspirará otro, y tan fuerte o más que el primero. La delgadez extrema despierta
compasión, ternura, cariño... vulnerabilidad —ésa es una de las claves—, tanto como
fuertes emociones que van desde la posesión hasta, por asociación, la enfermiza idea de
la muerte, que, no lo duden, continúa siendo un poderosísimo reclamo social. ¿Cuántos
son los ídolos juveniles que han muerto en la plenitud, en los últimos cincuenta años? El
encanto de la destrucción acompaña a la adolescencia y la juventud como la marea a la
Luna. "Vive deprisa, muérete joven, y así tendrás un cadáver bien parecido", dijeron los
Rolling Stones. Y sigue siendo así.»
—Señor.
Tuve que dejar de leer. La azafata, una morenita no precisamente delgada y sí muy
consistente, me tendía la bandeja con mi comida envuelta en una sonrisa. De todas
formas, no tardé más allá de cinco minutos en dar buena cuenta del refrigerio.
Y volví a mi artículo.
«La mayoría de las modelos actuales se inicia a los doce o trece años, y pueden explotar
entre los quince y los diecisiete local o internacionalmente. En un mundo en el que, a los
veinticinco, ya eres vieja, todo pasa muy rápido. Esas niñas tuteladas o no por madres
ansiosas, carecen de supervisión psíquica, no van a la escuela, trabajan quince horas
diarias, tienen el jet lag —cambios de horarios entre continentes— perpetuamente
instalado en sus vidas, y su tensión les provoca un estrés que cuando se inicia no cesa.
Algunas lo dominan, otras no pueden. En contrapartida, ganan mucho dinero, son
famosas, viven romances con estrellas del rock o del cine, y por lo general se casan con
hombres poderosos. Pero el reverso de la moneda no las abandona. Las tops anoréxicas y
bulímicas son las que peor lo tienen. A comienzos de los noventa se impuso el Heroin
chic look, es decir, la imagen chic, de moda, creada por la adiccion a la heroína o
inspirada por ella. Cuerpos filiformes. De vuelta, pues, a lo enfermizo como reclamo. La
muerte por sobredosis del fotógrafo Davide Sorrenti, en primavera de 1997, hizo que
hasta el presidente Clinton alertara desde la Casa Blanca sobre los peligros del Heroin
chic look, advirtiendo a los fotógrafos, los diseñadores y las revistas de moda, que no
potenciaran la muerte a través de sus páginas, porque las modelos superdelgadas
incitaban a ser imitadas a cualquier precio, especialmente por las adolescentes. Sorrenti,
de veinte años, sufría de thalasemia, un desorden genético en la sangre que le obligaba a
hacerse dos transfusiones mensuales, lo cual le hacía parecer mucho más joven de lo que
era. Su misma novia, James King, reconoció drogarse desde los catorce años, es decir,
desde que empezó a trabajar como modelo.
»No son hechos aislados. Las grandes agencias han tolerado el uso de drogas en sus
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modelos para venderlas mejor. Es una cadena. La heroína está en las pasarelas, y nadie va
a quitarla de ahí fácilmente. Lo curioso es que esas mismas agencias acusaron en su
momento a los fotógrafos, los estilistas, los directores de arte y los editores, tanto como a
los diseñadores, de crear una imagen positiva de la heroína en sus pupilas. ¿Pero
hablamos sólo de heroína o cocaína? No. La célebre protagonista de Cuatro bodas y un
funeral, la actriz Andie MacDowell, reconoció haber tomado primero pastillas para
adelgazar, y cocaína después para mantenerse delgada. También tenemos el famoso
Alprazolan, el tranquilizante de moda para las chicas de la pasarela, que ayuda a
contrarrestar el estrés. Cuando no se puede comer, dormir y descansar el tiempo
necesario... Pero un par de pastillas de más, ingeridas con alcohol, bastan para matar. ¿Y
que decir del GHB, tan de moda a mitad de los años noventa? El GHB se utiliza como
sedante y anestésico en medicina. Se obtiene... —atención— de la síntesis de un
disolvente utilizado para limpiar circuitos eléctricos. Se convirtió en una droga barata y
fácil de conseguir, y provoca un estado de euforia. Pero ya en 1993 el actor River
Phoenix murió a causa de una sobredosis de GHB. Es sólo un detalle.
»Muchas modelos, con unos kilos de más, perderían su estatus —el mismo contrato de
Miss Universo estipula que si la ganadora del certamen engorda un 5% de su peso
durante el año de reinado, perderá la corona—. Y no hay cuerpo que en la adolescencia
no sufra cambios, ni cuerpo que en diez años no experimente una mutación, un ligero
aumento de formas... que en el caso de una modelo puede llevarla al paro. Todas piensan:
"Ya me recuperaré cuando lo deje", sabiendo que es una carrera corta de diez años. Pero
luego es imposible dejarlo. Y el daño no se lo hacen sólo a sí mismas, sino a los millones
de chicas que quieren ser como ellas. Con diez y hasta con nueve años de edad, un 12%
de las niñas ha iniciado ya algún tipo de dieta. Tres de cada cuatro jóvenes de entre
catorce y veinticuatro años de edad han seguido algún régimen. Muchas de esas
preocupadas chicas acaban en brazos de la bulimia o la anorexia, que les deja huellas
irreversibles, cuando no las conduce a la muerte.
»¿Por qué lo delgado vende hoy en día? La respuesta a esta pregunta debemos hallarla
en...»
—Señores pasajeros, dentro de unos minutos... Estábamos en París.

Las chicas de alambre cap 10 y 11

X
Nando Iturralde había comenzado a cantar, como la mayoría, en la adolescencia,
influenciado por gentes como Bruce Springsteen. Primero estuvo en algunos grupos de
Bilbao, tocando la guitarra, hasta que formó el suyo propio, Kaos-Tia, y se erigió en
cantante y líder absoluto del mismo. Aguantaron siete años, yendo de menos a más, y lo
dejaron en pleno éxito, con un potente doble en directo que llegó al número uno de los
rankings de ventas. Demasiado para volver atrás o seguir con la banda. El siguiente paso
fue un cambio de imagen, de estilo, y emerger al cabo de un año como solista. De su
primer álbum en esa nueva etapa vendió más de medio millón de copias, que se dice
pronto. Eso fue a los veintisiete o veintiocho años. Dos años y medio después lanzó su
segundo trabajo en solitario, Caliente, y a raíz de una gala benéfica en televisión conoció
a Vania, que por entonces tenía veinte, diez menos que él. Durante cinco meses habían
salido en todas las revistas de cotilleo, habían sido pasto de los depredadores de noticias,
habían dado pábulo a mil especulaciones.
Y tal y como empezó, lo suyo terminó.
Un día ella apareció en Venecia con el hijo de un piloto de Fórmula Uno retirado, y él en
el estreno de una película en Madrid con la protagonista de la cinta.
No quisieron hablar.
Y nunca lo hicieron.
Vania había tenido sólo tres parejas estables a lo largo de su vida, Tomás Fernández,
Nando Iturralde y Robert Ashcroft, con el que se casó. El resto fueron posibles amantes
ocasionales o amigos de una noche o una semana. Nada serio.
Así que si conseguía que me contara algo, yo sería el primero. De Nando Iturralde no
había nada diez años antes. Por lo menos él se portó bien. Espíritu de roquero.
Me recibió en su despacho. Tenía cuarenta y cinco años, se mantenía en forma, y después
de casarse con Montse Cros, hija de los Cros de Manresa, había montado una productora
de televisión que le iba viento en popa. Y no se trataba de un braguetazo. Nando Iturralde
tenía pasta. Ahora se rumoreaba que iban a relanzarse sus grandes éxitos y que, a lo
mejor, volvía a la escena. Los viejos roqueros nunca mueren.
—Zonas Interiores —dejó mi tarjeta encima de su mesa—. ¿Qué tal está Paula?
—Muy bien.
—Me hizo unas fotografías en una actuación, en el Palacio de los Deportes, en el... —se
echó a reír y no dijo el año—. Bueno, ¿que más da? Fueron muy buenas. Utilizamos una
en la portada de un «maxi».
Ni lo sabía. Dios, mi madre había hecho tantas cosas que se me escapaban.
Ni ella misma se acordaba a veces.
—Ahora ya no hace fotos —me limité a informarle.
—No me digas que estás aquí por esos rumores acerca de mi vuelta a los escenarios y el
Grandes éxitos.
—Me temo que no —pensé que no iba a conseguir nada—. He venido a hablar de Vania.
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Me escrutó con ojos perspicaces, supongo que calibrando todo lo que se escondía detrás
de mis palabras y mi interés, y decidiendo si valía la pena que los dos perdiéramos el
tiempo.
—Vania... —suspiró.
—Vamos a publicar un reportaje con motivo del décimo aniversario de todo aquello.
—¿Sabes dónde está?
—Ésa es la pregunta clave. Imaginaba que tal vez...
—Diez años —plegó los labios hacia abajo—. Después de lo de Cyrille y Jess... Pensé
que estaría en cualquier parte, y que volvería un día u otro, hasta que me di cuenta de que
habían pasado dos, tres años, y ella seguía sin dar señales de vida. Ahora...
—¿Te importa que hablemos de ella?
—No, claro.
Fue tan fácil que casi me pilló de improviso.
—Aunque tampoco hay mucho que contar —me aclaró—. Todo sucedió muy rápido.
Era curioso. Habría querido matar a Tomás Fernández por haber estado con una mujer a
la que había amado siendo adolescente y, en cambio, respetaba y admiraba a Nando
Iturralde, cuando también había estado con ella.
—Os enamorasteis de una forma típica, ¿verdad?
—Y tanto —sonrió—. ¿De qué otra forma pueden enamorarse un cantante y una modelo
que se encuentran una noche y que, después, a lo peor ya no vuelven a cruzar sus
destinos? Lo normal era eso: conocerse, mirarse, saber lo que iba a pasar, y ya no hacerle
ascos. La gente normal no lo entiende, creen que es puro sexo y que los famosos están
locos. Pero no es así. Muchas personas se conocen hoy, se miran, y saben positivamente
que va a pasar algo, mañana, pasado, la semana próxima. Pero viven en la misma ciudad,
tendrán una o dos citas tranquilas, y se lo pueden tomar con calma. Lo saben, pero
esperan. Las estrellas, del género que sean, no tenemos porque fingir, y tampoco tenemos
tiempo que perder. Si va a pasar, va a pasar. Así que eso fue lo que sucedió: nos
conocimos en aquella gala, nos escapamos juntos al terminar, y aquella misma noche nos
amamos como si fuera...
Le brillaban los ojos. Tuve envidia, pero también respeto.
—¿Por qué no os casasteis?
—Bueno, fue electrizante, pero... No tienes más que mirar los papeles de la época. Hubo
mucha publicidad. No nos dejaron en paz. Así que fue muy difícil. Yo estaba en plena
gira por España, y ella en pleno trabajo por todo el mundo. Teníamos que vernos en
París, en Milán o en Nueva York tanto como en Oviedo, Vigo o Zaragoza. Una locura.
No habría salido bien.
—¿La diferencia de edad?
—No, no fue eso. Yo tenía treinta y ella veinte, sí, ¿y qué? Todo estaba en contra nuestra.
Además, la leyenda de las modelos y los roqueros parecía... Desde los años ochenta ha
sido como una plaga: Simón LeBon de Duran Duran y Yasmine, Mick Jagger de los
Rollings con Jerry Hall, Rod Stewart con Rachel Hunter, David Bowie con Imán, el bajo
de U2 con la Campbell, y así una docena más. Era como si los músicos buscáramos el
escaparate de las bellas, y las bellas, la fantasía extrema del universo roquero. Nadie
entendía que era lógico que unos y otras nos encontráramos. ¡Éramos nómadas del
mundo del espectáculo! Lo malo es que mientras para muchos y muchas cada relación
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era tan pasajera como la anterior y la siguiente, para otros no era así. Yo me enamoré de
Vania, y lo hice en serio. ¿Y qué pasó? Pues lo que pasó: que ni yo podía dejar lo mío ni
ella lo suyo. Las modelos que antes te he dicho se casaron con sus roqueros cuando ya
rondaban los treinta y sus carreras como tops estaban acabadas. Pero Vania tenía veinte
años, se hallaba en la cumbre. Y yo, con mi segundo álbum...
—¿Cómo era?
—Era una pura energía —mirar hacia dentro le hizo brillar los ojos—. No por ser una
loca, no parar, reír siempre o andar de un lado a otro, porque no era así. Me refiero a que
era como la luz, te transmitía unos enormes deseos de protegerla, darle amparo, quererla,
acariciarla. Ella daba energía a los demás, ¿entiendes? Sin embargo, en sí misma,
necesitaba muy poca para vivir. Se movía despacio, hablaba poco. Aquella melancólica
delgadez que la dominaba...
—Pero ese aire enfermizo venía de su anorexia y de un posible consumo de drogas.
—No tomaba drogas.
—Nando —me acerqué a la mesa para ser más convincente—, no pretendo destruir su
imagen ni su recuerdo, pero en aquel tiempo casi todas las modelos superdelgadas
estaban en manos de la heroína. La consumían precisamente para potenciar no ya su
delgadez, sino su estilo y su estética. Aún existen secuelas del Heroin chic look. Caras
lánguidas, aspectos enfermizos, cuerpos esqueléticos —iba a recordarle que Jess Hunt
murió de una sobredosis, y que Cyrille se contagió de sida por lo mismo, no por una
causa sexual, pero no me dejó acabar.
—Ella no las tomaba, al menos cuando estuvimos juntos.
—Sólo fueron cinco meses.
Bajó la cabeza. No creo que le doliera hablar de su antiguo amor. Le dolía que pudiera
manchársela.
Como muchos otros, como yo, sin haberla conocido jamás, seguía bajo el hechizo de su
imagen y de su recuerdo.
—Te diré algo —confesó mirándome de nuevo—. Ya entonces tuve que competir con
alguien, no con las drogas, sino alguien que ejercía sobre Vania una influencia muy
fuerte.
—¿Quién?
—Jess Hunt y Cyrille.
—Eran sus amigas, claro.
—Eran más que amigas. Habían formado una especie de familia o sociedad. No sólo las
contrataban siempre a las tres juntas, las famosas Wire-girls, también se protegían unas a
otras. Se querían. Se necesitaban. Se tenían. Y es lógico que fuese así: Vania era hija
ilegítima, tenía un padre que no quería saber nada de ella y dos hermanastros que ni
conocía. Además, su madre murió poco antes, así que estaba sola. Sola con su criada, que
le hacía ya de madre tanto como de secretaria o asistente. Cyrille, otro tanto, sin ninguna
raíz, y con un pasado tenebroso, como ya sabes. Y Jess Hunt, pese a tener padres y una
hermana... ya me dirás. Con aquel fanatismo religioso, estaba atrapada en un círculo,
hasta que pudo salirse de él gracias a su trabajo y su éxito. Por todo ello y mucho más, las
tres eran como una sola.
—¿Me estás diciendo que había algo entre ellas?
—No eran lesbianas, si es a lo que te refieres. Te hablo de algo mucho más intenso,
33
personal. Era como si estuviesen conectadas, interrelacionadas entre sí. Cuando una
llamaba, las otras dos acudían. Por eso al morir la primera se desencadenó la tragedia. Al
menos es como lo veo yo. Fíjate en que entre la muerte de Cyrille y la desaparición de
Vania, apenas si transcurren unos meses, y en medio, la de Jess Hunt. Aquel juicio al
novio de Jess fue la puntilla.
—¿Crees que haya muerto?
—No lo sé. Pero te diré algo: alguien como ella no se retira y desaparece diez años. Era
una diosa, y las diosas necesitan devoción.
—¿Y si ya no era ella?
Comprendió el sentido de mi pregunta.
—Solamente conocí a una Vania —reflexionó—. Y fue cinco años antes de todo eso.
—¿Te sorprendió que se casara?
—No, y aún menos que se divorciara tan rápido. Pudo habernos pasado a nosotros. Lo
que si me extrañó es que lo hiciera en un arranque, y con alguien como ese estirado. No
era de ésas.
—La gente cambia.
—Sí —convino.
Nos miramos súbitamente en silencio.
Y entonces me di cuenta de que ya estaba todo dicho.
XI
No lo esperaba, así que me sorprendió encontrármela allí, en la puerta de mi casa, sentada
en el peldaño de la escalera y con una bolsa al lado.
Sofía.
La había llamado el viernes, después de lo de Nando Iturralde, pero ya no la encontré.
Tendría algo mejor que hacer el fin de semana. Ahora era domingo por la noche.
—¿Por qué no me... ?
—Lo siento —me detuvo—. ¿Puedo pasar la noche en tu casa?
A mí no me suelen suceder esas cosas, así que me dio por buscar una cámara oculta en
alguna parte.
—¿Qué haces? Oye, si te molesta o... Ningún problema, ¿eh?
—No seas tonta. Claro que puedes quedarte. Pero a cambio de algo.
—Sin condiciones —me apuntó entonces con un dedo acusador.
—Quiero saber tu apellido.
—¡Jo! —se echó a reír.
—O eso, o a la calle.
—Muy bien, adiós —pasó por mi lado después de recoger la bolsa y tuve que detenerla.
—Está bien —me rendí.
Entonces me miró, una vez derrotado, y fue cuando me dijo:
—García.
—No es tan malo —repuse.
34
—Sofía García —su bonita cara se arrugó—. Si Vanessa Molins Cadafalch se convirtió
en Vania, yo soy Sofía. A secas. ¿Vale?
—Vale, vale.
—¿Entramos o qué?
—Escucha, si otra vez has de esperarme, no lo hagas fuera, sino dentro. ¿Ves? —señalé
la parte superior del marco de la puerta de mi apartamento—. Ahí hay una llave.
—¿Tienes muchas novias o qué? —bromeó.
—También tengo amigos en apuros... y un par de veces he perdido mis llaves.
Abrí la puerta de mi apartamento y entramos dentro.
—Gracias —suspiró, una vez segura—. Mi compañera de piso tenía un rollo, ¿sabes? Y
la verdad...
—Tranquila.
—No quería comprometer tu reputación —volvió a sonreír con ironía.
—Espero que te cases conmigo.
—¡Uf! —puso cara de asco.
—Ya sabes dónde está el baño, por si quieres ducharte. Yo sólo he de empezar a preparar
las cosas para el viaje de mañana. Podemos pedir una pizza, o comida china, o...
—Llámame algún día, desde donde estés, para darme envidia.
—Masoca.
—Le he dado vueltas en mi cabeza a la historia de la tal Vania —se quitó la cazadora
tejana y la dejó caer sobre mi saco—. ¿Quieres saber qué pienso?
—Sí —reconocí.
—Simplemente creo que tiró la toalla. Llámalo «intuición femenina», o quizá es que
también soy modelo. Pero no puede ser otra cosa.
Sentí un ramalazo de tristeza. No por su intuición, sino por las veces que repetía lo de que
era modelo. Como si quisiera convencerse a sí misma. Vania era una top, única, y había
cien que eran modelos, grandes modelos. Pero Sofía, por desgracia para ella, pertenecía a
las miles y miles que sólo pasarían por algunos catálogos baratos, que harían algunas
cosas con las que subsistir, tal vez incluso ganarse la vida decentemente, o que acabarían
de azafatas o bustos en programas de televisión. Nada más, incluido algún que otro
cuarentón con pasta al llegar a los veinticinco y comprender que a esa edad ya se es vieja
en este mundillo.
Era guapa, estaba delgada, tenía todo lo necesario; sin embargo, como me dijo Carlos
Sanromán, enamorar a la cámara sólo lo hacía una de tanto en tanto. Meterse en la mente
de alguien con sólo mirarle, era un don.
Un don del que Sofía carecía.
Aunque yo no fuese nadie para decírselo.
Tampoco iba a creerme.
—¿Qué te pasa? ¿No me has oído?
—Sí —recuperé el hilo de nuestra conversación—. Pensaba en ello.
—Esa chica estaba unida a las otras dos, y ellas van y se le mueren. Está claro. Tuvo
miedo, se fue a la clínica por lo de la anorexia, y después se largaría a Nueva York o algo
así. O pilló a alguien.
35
—Hay que ser de una pasta muy especial, o estar muy harta, para dejarlo todo y
desaparecer. ¿Tú lo harías?
—¿Yo? No, ni hablar. Quiero ser una buena modelo, quiero ser una top, quiero ser la
número uno. Y cuando lo consiga... —apretó los puños y los labios con fuerza.
—Estás loca.
—Sí, sí, loca.
—¿No te hablé de Cyrille, y de Jess Hunt, o de la propia Vania? Pagaron su precio,
¿sabes?
—Mira, Jon: hay un millón de tías en el mundo que darían media vida por ser ellas, y yo
la primera. Ellas la cagaron. Yo no lo haría.
—Ya.
—Bueno, y si la cago, ¿qué? —me desafió—. Habrá valido la pena.
—¿Tú crees?
—¿Estar arriba como estuvieron ellas durante siete u ocho años, cuando eres joven,
viajar, conocer gente, tener poder, ser admirada, ganar la pasta que ganan? ¡Vamos, Jon!
¿Estás de broma? ¡Claro que vale la pena!
—Seguro que cuando Cyrille se suicidó, o cuando Jess Hunt supo que iba a morir a causa
de aquella sobredosis, pensaron: «¿Ya está? ¿Ya se ha terminado todo?» Y entonces
debió parecerles muy breve, espantosamente breve. Como una burla del destino.
—¿Eres un moralista o qué? —me miró escéptica.
—Amo la vida, nada más. Y si mi madre me dice que cuando se está mejor es a los
treinta, y a los cuarenta y a los cincuenta, la creo.
—¡Eso lo dice porque ella ha pasado los treinta, y los cuarenta, y está en los cincuenta,
por Dios!
—Entonces debe de ser porque pienso que el mundo de las supermodelos está viciado, y
que juega con los sueños de sus protagonistas tanto como con los de las millones de
adolescentes que las imitan.
—O los de sus madres, que son las que están gordas como focas, y buscan el éxito de sus
nenas para paliar sus propios fracasos.
—Míralo como quieras, pero si piensas así, es como para preocuparse —quise terminar
aquella conversación—. El éxito a cualquier precio no vale la pena, porque siempre vas a
pagar más.
—Cómo se nota que siempre has vivido de puta madre —chasqueó la lengua mordaz mi
aguerrida amiga—. Voy a pegarme un duchazo, ¿vale?
—Está bien —me relajé.
Pasó por mi lado después de recoger su bolsa.
—¿Sabes lo que pienso? Pues que este trabajo ya te está afectando, y eso que acabo de
conocerte y tú estás empezándolo.
Sí, tenía intuición, desde luego.
Por alguna extraña razón, ya llevaba a Vania metida en la cabeza.
Sofía entró en el baño y cerró la puerta. Yo me senté delante de mi mesa de trabajo,
situada en el ángulo más opuesto de la sala, y comencé a reunir todo lo que había estado
haciendo a lo largo de la semana, las impresiones de los primeros entrevistados. Seguía
sin tomar notas en vivo y sin grabar nada. Para ellos era mejor. Hablaban más y más
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relajados. Después me organicé la vida, es decir, mi viaje a París, Nueva York, Los
Ángeles...
Había terminado unos diez minutos después, cuando de nuevo se abrió la puerta del baño
y reapareció Sofía.
Llevaba algo en la mano.
Un espejito redondo, con dos delgadas líneas de polvo blanco en su superficie.
—Hola —comenzó a caminar hacia mí, sonriéndome con provocación—. Mira lo que he
traído para amenizar la velada.
No soy idiota. Sabía qué era aquello.
No sé si me enfureció más esto o que ella creyera que yo...
Es raro que pierda la cabeza, los estribos. Siempre he sabido reaccionar de forma cauta
ante los hechos inesperados, las situaciones de emergencia o aquellas en que hay que
tomar decisiones rápidas. Sé racionalizar, y más con la mente despejada. Según mi
dilecta madre, es una de mis mejores virtudes, y algo que me viene de casta en mi trabajo
como periodista.
Pero en esta oportunidad perdí la cabeza.
Por ella, porque me gustaba, porque de pronto me fallaba en algo que yo tenía muy claro.
Me dolió.
—¿Estás loca?
La cara se le quedó petrificada.
—¡Mierda, Sofía, mierda!
No lo esperaba, pero yo tampoco. Mi mano salió disparada, impactó en el espejito, y éste
salió volando por los aires. El polvo blanco se convirtió entonces en una especie de nieve
—y nunca mejor dicho—, que flotó en el aire sobre nuestras cabezas, mientras el espejo
se hacía añicos contra la pared.
Sofía quedó aturdida; pero eso solamente duró un segundo.
Luego se convirtió en una furia.
—Pero... ¿qué has hecho? ¡Joder! ¿Qué has hecho? —miró la nube blanca, y luego de
nuevo a mí, con los ojos saliéndosele de las órbitas—. ¡Eres un desgraciado, un borde, un
hijo de...! ¿Sabes lo que valía eso?
Quiso saltar sobre mí, pegarme o arañarme; no lo sé. Pude detenerla e impedírselo. Sus
ojos se le llenaron de lágrimas, pero no me dio pena.
Después la empujé hacia atrás.
Y saqué mi cartera, un billete de diez mil pesetas. Se lo tiré.
—Todavía no eres nadie y ya estás como ellas —musité triste y repentinamente cansado.
—¿Cómo estoy, eh? Vamos, dímelo tú.
—Muerta en vida.
—¡Pero de qué vas!
—Trabajas cuando puedes, a salto de mata, no tienes nada, y te gastas el dinero en eso.
—¡Era un regalo para ti! ¡Unos llevan una botella de vino cuando van a cenar, y yo
pensaba que...! —me miró como si de repente fuese un violador, con asco, y suspiró
incrédula—: Eres increíble.
—Odio las drogas —fui muy claro—. Todo tipo de drogas.
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—¿Qué pasa, que tu mejor amigo murió con la jeringuilla en la vena?
—Da lo mismo. No lo entenderías.
—¿Así que es eso? ¿La falsa superioridad del puro de corazón y fuerte de carácter? ¡Yo
sólo pensé que eras normal!
—Soy normal. Tú no lo eres. Yo no necesito eso. Nunca lo he necesitado.
Ya no quiso contestar. Seguía con los ojos enrojecidos, rabiosa, frustrada por la pérdida
de su material y por el cambio de planes. Pensé que se marcharía, que lo de su amiga era
una excusa. Pero no. Lo único que hizo fue dar media vuelta, y pese a ser muy temprano
se metió en mi cama, apartada lo más que pudo del centro, y me dio la espalda, dispuesta
a dormir.
Eso fue todo.
O sea, que he tenido noches mejores.

Las chicas de alambre cap. 8 y 9

VIII
En el contestador automático tenía un solo mensaje, pero valía por diez. Me animó el día.
—Hola, soy yo, Sofía. Sólo quería decirte que me lo pasé genial contigo, y que teniendo
en cuenta que no estaba muy fina que digamos... Bueno, que me encantaría volver a verte
para que me invites a esa cena. Llámame cuando estés de vuelta, o cuando quieras.
¡Chao!
Estuve a punto de hacerlo ya mismo, pero primero el trabajo. Después de todo tenía que
haber ido a la redacción en persona para hablar con mi madre. Era lo más justo. Me quité
la chaqueta, me derrumbé sobre la butaca-saco encima de la cual solía dejarme caer para
llamar por teléfono o ver la tele, y marqué el número de la revista.
El teléfono apenas si sonó una vez al otro lado.
—Zonas Interiores, ¿dígame?
—Hola, cariño. Ponme con mi madre.
—Un día te grabaré lo de «cariño» para pedirte una pensión —me dijo Elsa, muy
animada pese a la hora.
—No te he hecho ninguna promesa.
—¿No te parece poco promesa lo de «cariño»? Si pesco a una buena juez feminista...
—Elsa, no seas mala.
—Espera. Acaba de colgar —me informó—. Te paso, «cariño».
La voz de mamá suplió a la de Elsa casi al unísono.
—¿Sí, Jonatan?
Menos mal que no me llamó Alejandro José o algo parecido al nacer. Es de las que se
hubiera llenado la boca diciendo todo el santo nombrecito.
—Hola, mother.
—What's up? —estuvo a la altura.
Si yo sigo en inglés, ella sigue en inglés, así que para no pasarme volví a lo patrio.
—Acabo de llegar de Madrid.
—¿Y?
—Nada. Vicente Molins no tiene ni repajolera idea de dónde pueda estar su hija, ni de lo
que pasó, ni de por qué se largó. Vive anclado en una silla de ruedas, protegido por una
inefable esposa. Vania no tenía a su tía ni a su padre en muy buen lugar, como se ve.
—¿Qué pasos piensas seguir ahora?
—Mañana me dedicaré a los de aquí, para completar el reportaje en su parte... más o
menos histórica. Iré a ver al que se enrolló con ella cuando tenía dieciséis años, y después
al músico, el cantante con el que estuvo liada a los veinte. Cuando cierre el pasado más
remoto, pensaba dedicarme a encajar las piezas de los últimos meses, el año de la muerte
25
de Cyrille y de Jess Hunt, el juicio... Iré primero a París para hablar con la mujer de Jean
Claude Pleyel y con el que se trajo a Cyrille a Europa. De París saltaré a Nueva York,
para ver al ex marido de Vania. Después, Los Ángeles, a por los padres de Jess Hunt, y a
San Francisco, a por los padres de Nicky Harvey. Con eso terminaré por allí.
—No está mal —bromeó mi madre—. ¿No hay ningún testigo en Hawai?
—No, pero puedo preguntar, o hacer una escala técnica.
—Jonatan...
Me conocía, sabía que no dilapidaría nunca una peseta —o un dólar— sin motivo alguno.
De cualquier forma era un buen periplo. Casi excesivo por un reportaje de alguien de
quien no se sabía nada desde hacía tantos años y que, por tanto, podía escribir en casa,
cómodamente sentado, extrayendo los datos de cuanto se escribió una década antes.
Aunque el quid no era ése.
—¿Todavía tenemos las mismas vibraciones, verdad, Jon?
—Sí, mamá. Por mi parte, sí. Vania no puede estar muerta.
—¿Lo crees o lo deseas?
Era más lista que el hambre.
—Lo deseo, pero también lo creo. Si no, no perdería el tiempo.
—Claro, con lo que a ti te molesta volar.
Me encantaban los aviones, viajar, moverme. Por eso soy periodista.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Sí, lo sé —suspiró ella, a través del hilo telefónico, posiblemente cansada tras un duro
día de trabajo que aún no había terminado—. Pero me pregunto dónde puede estar
alguien como ella.
—París, Londres, Roma, Nueva York...
—Justamente ahí es donde no la ubico.
—¿Por qué?
—¿Alguien que quiere desaparecer, se va a ir a un lugar donde, por millones de personas
que haya, siempre será mucho más fácil que se le reconozca?
Bingo.
—¿Adonde irías tú? —le pregunté.
—¿Yo? A la Polinesia, desde luego. Un cocotero, una playa azul. ¿Que más puedo pedir?
—O sea, que por más que lo intente, no voy a dar con ella.
—Yo no he dicho eso. Tú eres bueno.
—Pero nos saldría mucho más barato contratar a un detective.
—No —mamá se puso reflexiva—. Hay que situarse en el punto en que Vania
desaparece. ¿Qué pasó? Por un lado, la muerte de sus dos mejores amigas, dolor para
empezar y soledad para terminar; por otro, el juicio por el asesinato de Pleyel, que la
enfrentó a la opinión pública, la situó en el ojo del huracán y acabó de destrozarla
anímicamente; en tercer lugar, el peligro que suponía su anorexia. Una clínica, de la que
se dijo salió recuperada y en proceso de normalización, y luego... Tiene todos los
ingredientes para hacer lo que hizo: colgar los hábitos y largarse al último rincón del
mundo. Pero también pudo ser que no superara la anorexia y acabara muriéndose en
cualquier parte, en secreto o sin documentos. Y aunque los tuviera, no olvides que en
26
ellos ponía Vanessa Molins Cadafalch, no Vania.
—También puede ser que su cuerpo aún no haya sido encontrado —mencioné yo. —
¿Suicidio? Me estremecí.
Era la primera vez que lo pensaba, y que la palabra sonaba en voz alta.
—Todo es posible, ¿no crees, mamá? —Lo más normal es que esa gente a la que vas a
ver no sepa nada de su paradero, porque ninguno de ellos o de ellas da la impresión de
haber estado lo suficientemente cerca de Vania. Eso no quiere decir que no debas verlos.
Pero... presta atención a los pequeños detalles, a las palabras que no parecen importantes,
a los nombres que salen y parecen pasar de largo, en un suspiro. No sé si me explico.
—Como la letra pequeña de los contratos.
—Exacto. En esa «letra pequeña» suele estar muchas veces el auténtico contrato. Lo
mismo puede que pase en cualquier momento. Vania pudo hacer o decir algo.
—¿Sabes una cosa? Pensar en voz alta ayuda.
—Mira éste. ¿Te crees que no lo sé?
—Te iré llamando a medida que sepa cosas, para seguir «pensando» en voz alta.
—Pásate por la redacción antes de irte a París y a Estados Unidos.
—No tengo más remedio. He de recoger los billetes de avión y unos cuantos dólares.
—¡Tráete los justificantes de gastos, no los pierdas, o los de administración...!
—Lo sé, mamá, lo sé.
—Con ésos no hay hijo que valga, recuerda.
—Te quiero.
Lo dije en broma porque hablábamos de dinero, pero ella se lo tomó en serio. Supongo
que tenía una de esas épocas... Bueno, da igual.
—Yo también, Jonatan.
—Adiós.
Colgué, pero ya no dejé el auricular en su receptor. Miré el número de Sofía y lo marqué.
Esta vez escuché hasta tres zumbidos antes de que al otro lado alguien atendiera mi
llamada.
—¡Hola! —dijo una voz femenina muy jovial.
No era ella.
—¿Está Sofía?
—¿Quién eres?
—Jon.
Tapó el auricular con la mano, sin responderme; pero pese a ello, escuché su grito nada
disimulado.
—¡Oye! ¿Estás para un tal Jon, o John, o...?
Volvió a mí al instante.
—Ahora se pone.
No esperé demasiado. La voz de Sofía surgió con mucho menos ánimo que la de su
compañera de apartamento, pero por lo menos con mucha más naturalidad.
—¿Jon?
—¿Cómo estás?
27
—Pse.
—¿Algo del casting?
—No, y ya no van a llamar. ¿Y lo tuyo?
Le había hablado de Vania, y de lo que estaba haciendo. Me gustó su recíproco interés.
—De momento, en pañales; pero sigue siendo apasionante. Oye —eché un vistazo a mi
reloj—, acabo de llegar de Madrid. ¿Haces algo?
—No, nada.
—¿Sigues siendo una chica pobre que lucha por salir adelante y a la cual la cena gratis
que le debo le viene muy bien?
—Gracioso —me espetó con un tono agudo.
—¿Te recojo en una hora?
—Si vienes con la moto, sí.
—Hasta luego.
Eso fue todo.
IX
El primer amor serio de Vania, pese a que por entonces, a los dieciséis años, ya iba
directa a la fama, había sido de lo más vulgar. Tomás Fernández. No lo digo por el
nombre, claro. Lo digo porque el tal Fernández, por entonces, tenía diecinueve años y no
era más que un guaperas con aire de macarrilla. Recordaba haber visto sus fotos, y algo
de él en televisión, aprovechándose del momento, tras la muerte de Cyrille y de Jess y la
desaparición de Vania. Lo mismo que el primer oscuro marido de Marilyn Monroe se
buscó la vida, a él no le importó ser lo mismo, el oscuro primer novio de la más famosa
de las tops nacionales de su tiempo. Además, salir con ella le había abierto algunas
puertas, así que hizo pequeñas cosillas antes de que fuera sepultado por su falta de clase.
En fin, que no siempre las más bellas se enamoran de los tíos que puedan estar a su
altura.
Cuando digo que el corazón femenino es imprevisible...
A Carmina tampoco le había costado mucho dar con él. Las babosas dejan un rastro.
Diecinueve años después de la breve relación sentimental con Vania, Tomás Fernández
seguía buscándose la vida como lo que era: un listillo.
Ejercía de relaciones públicas en una discoteca marchosa, para noctámbulos selectos. O
sea, que seguía siendo un macarrilla sin clase pero con percha.
No sé por qué odio a los relaciones públicas de las discotecas. Será porque me parecen
gigolós encubiertos, o chulos con licencia para ejercer, o depredadores de la noche cuyo
único propósito es meter gente en el local que les paga y, de paso, sacar la mejor de las
tajadas, en dinero o en carne.
Vivía en una torrecita, discreta y humilde, aunque fuese en Sant Just Desvern.
—¿Sí?
Me abrió la puerta en calzoncillos, y con cara evidente de haber sido despertado con mi
llamada. No me sentí mal por eso. Y aún menos al verle. Treinta y ocho años, cabello
alborotado y agitanado, pelín largo, torso peludo, un tatuaje hortera en cada brazo, un
28
poco más abajo de los hombros, cuerpo trabajado por lo menos con un par de horas de
gimnasio al día, mandíbula cuadrada.
—¿Tomás Fernández?
—¿Qué pasa? ¿Sabes qué hora es?
—Las doce —le informé.
—¡Joder! Acabo de meterme en la cama hace menos de cuatro horas.
—¿Puedo hablar con usted? —me negué a tutearle, aunque a mí todo el mundo me
tuteaba.
—¿De qué?
—De Vania —le enseñé mi carné de periodista y el de Zonas Interiores.
Eso último le hizo abrir los ojos.
—¿Zonas Interiores?
—Estamos haciendo un reportaje.
Ahora ya sí. Se despejó de golpe. A falta de un buen café pero... se despertó de golpe.
—¿Cuánto vais a pagar?
Me entraron ganas de reír. Traté de comportarme.
—Nada.
—¿Cómo que nada? Lo que sé vale una pasta, ¿no?
—Lo que sabe lo contó hace diez años, así que no tengo más que leerlo y repetirlo —dije,
sin cortarme un pelo—. Pensaba que ahora querría hablar por simple espíritu de
colaboración... además de salir en Zonas Interiores y de la publicidad que eso siempre
comporta.
No supe si iba a cerrarme la puerta en las narices o si meditaba lo que acababa de decirle.
Finalmente fue eso último.
—Hace diez años cierta prensa me puso a parir de un burro, como si yo tuviera la culpa
de algo —se quejó.
No se había enterado de nada, así que tampoco le dije la verdad, que los horteras listillos
no caen bien. Me las ingenié de nuevo para acercarle a mi parcela.
—Porque vendió la exclusiva. El que paga tiene derecho a decir lo que quiera, y cuanto
más haya pagado, más largará. Yo no pienso hacer eso. Escribiré de usted objetivamente.
Eso acabó de convencerle, o sería que no estaba para discusiones. Se apartó de la puerta y
entré adentro. Todo estaba revuelto, en desorden, pero encontré una butaca libre.
Esperaba ver salir a una rubia teñida de alguna parte, pero, casualidad o no, esa noche
Tomás Fernández había dormido solo. Desapareció cinco minutos en el baño y otros
cinco en la cocina. Ya lavado y con una taza de café en la mano, volvió a mi encuentro.
Eso sí, todavía en calzoncillos.
—¿Qué puedo contar diez años después? —fue sincero.
—Los recuerdos puede que ahora sean distintos, y que vea la historia con otra
perspectiva.
—No, sigue siendo la misma —movió la cabeza indiferente—. Conocí a Vanessa, nos
enamoramos, perdí el culo por ella; ella creo que por mí, aunque después lo negó, y
vivimos uno de esos amores que dejan huella. Para ella fui el primero, ¿entiendes? Eso
cuenta, y más en una chica.
29
—¿Volvió a verla?
—No.
—¿Nunca le llamó para...?
—Nunca, ¿por qué iba a hacerlo?
—Porque a veces el primer amor no se olvida, y queda algo.
—Vanessa estaba subiendo como la espuma —confesó—. No paraba nunca en
Barcelona. Contratos, pases, viajes... A mí me ponía a mil, claro. Lo mismo que
enloqueció a miles de tíos. Pero, ¡qué coño!, éramos unos críos. Se nos fue de las manos
y ella acabó «pasando» después de una pelea. Supongo que se olió la fama, así que no
puedo culparla. ¿Qué podía hacer yo? ¿Actuar de manager, de secretario, de
guardaespaldas? El mercado también tiene sus leyes. Las tops han de ser libres o andar
jugando con roqueros, que es lo que se lleva.
—¿Nunca le contó nada especial, le habló de un sueño, le dijo lo que haría si un día lo
dejaba? —recordé lo que me había dicho mi madre la tarde anterior.
—No recuerdo ni de qué hablábamos. Yo procuraba pasar el tiempo que podía en la
cama, aunque ella...
—¿Qué?
—Bah, nada —hizo un gesto vacuo.
—No creo que tuviera problemas con el sexo.
—Supongo que yo la enseñé —reconoció fatuamente—, pero estaba tan pendiente de su
cuerpo y de su belleza que... ¿Has salido con alguna modelo?
—Sí.
—Entonces ya sabrás de qué te hablo —puso cara de idiota—. «No me aprietes los
brazos que me dejas marcas.» «Cuidado con el cuello que se queda rojo y después se
nota.» «Ahora no...»
Ya tenía ganas de irme de allí, pero le hice aquella pregunta:
—¿Qué pensó al verla convertida en una de las chicas más admiradas del mundo?
—¿Qué querías que pensara? Pues que por lo menos yo había sido el que la estrenó.
Era un cabrón. Había tenido en los brazos el Sol y lo había dejado caer en la noche. Tuvo
a una rosa entre las manos y la aplastó. Pudo haber retenido el agua de la lluvia, pero se
lavó con ella. Un maldito cabrón.
El primero de los muchos con los que, seguramente, habría tropezado Vania... y todas las
mujeres guapas que, por el simple hecho de serlo, tenían que aguantar a todos los tipos
convencidos de que podían tenerlas, o comprarlas, como si tuvieran un precio.
Aunque algunas también participaran de esa guerra sembrando truenos.
—¿Cree que Vania puede estar viva después de diez años de silencio?
Fue categórico:
—No, seguro. Cuando se quiere llegar a la cumbre, como quería llegar ella, y se está
dispuesta a pagar el precio que sea por conseguirlo, no se deserta. Vanessa llegó. Si no
está ahí ahora, es porque está muerta. No sé dónde, ni cómo, pero ha de estarlo. Leí lo de
la clínica, por lo de la anorexia. ¿Salió bien? Y un cuerno. Murió y alguien la enterró en
secreto, sin publicidad. Su tía o... vete a saber quién. Pero ha de estar muerta. No tendría
sentido si no fuera así. Muerta.
Lo dijo sin ninguna pasión, sin sentimiento.
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Y supe que me iba a costar mucho meter a Tomás Fernández en mi reportaje sin decir
exactamente lo que era.

Las chicas de alambre cap.5

V
Cuando abandoné el estudio de Carlos Sanromán, algo menos de media hora después,
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todavía diluviaba y la modelo seguía abajo, en el portal. Sacaba la cabeza a la búsqueda
de un taxi que no aparecía ni a tiros. La cortina de agua, primaveral, generosa y
abundante, era capaz de empapar con sólo dar una docena de pasos.
Me detuve a su lado porque yo tampoco llevaba paraguas, aunque con el coche tan cerca
no me hacía falta.
—Hola —dije de forma afable.
Giró la cabeza, me reconoció y se quedó tal cual.
—Hola —me correspondió sin entusiasmo, más preocupada por la lluvia que por otra
cosa.
—Tengo el coche ahí —me ofrecí—. ¿Quieres que te lleve a alguna parte?
Volvió a mirarme, con un poco más de interés, pero también con las dudas habituales. A
una chica como ella debían de pegársele los tipos como lapas. De todas las edades.
—¿Eres modelo? —inquirió.
—¿Yo? —me sentí halagado—. No, no.
—Pero estás metido en el tinglado —continuó, tras echar un rápido vistazo a mi ropa y a
mi forma de llevarla.
—¿Qué clase de tinglado?
—Pues... el tinglado —se encogió de hombros.
—Trabajo en Zonas Interiores —la informé.
Enarcó las cejas. Cuando recuperó su aspecto normal lo había dulcificado un poco. Me
daba un margen de confianza.
—La verdad es que me harías un favor —reconoció—. No voy lejos, pero con lo que
cae...
—¿Adonde vas?
—Tengo un casting en la Gran Vía con Rambla de Catalunya, y como llegue muy tarde...
Fotografías, algún pase de peinados, zapatos o moda, salir de extra en cualquier película
o de azafata en cualquier programa estúpido de la tele... Supervivencia. No tuve que
preguntarle más.
—De acuerdo. Tengo el coche ahí.
No se movió. Lo dicho: una docena de pasos y bastaban para calarse.
Capté su intención.
—No te preocupes. Voy, desaparco, paro aquí delante, te abro la puerta y te metes, ¿vale?
Logré hacerla sonreír.
—Vale —suspiró.
Soy amable con las chicas. Un defecto como otro cualquiera. Siempre he intentado
tratarlas bien, aunque ellas me traten mal. Tal vez sea porque no las entiendo, porque
crecí con una madre fuerte haciendo de padre, o porque soy un romántico. Me puede un
rostro bello, o alguien del sexo opuesto con el suficiente carisma como para hacerme
soñar, estremecer.
Salí del amparo del portal, caminé pegado a la pared con las llaves ya en la mano, me
precipité sobre mi coche y me colé dentro. No fueron más allá de unos dos o tres
segundos bajo el aguacero, y bastaron para que lo notara de arriba abajo. Luego cerré la
puerta, puse el motor en marcha, desaparqué y rodé despacio hasta situarme delante de
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mi nueva amiga. Le abrí la puerta.
Se metió casi de cabeza en el coche.
Después cerró la puerta y agitó el cabello, para sacarse el agua de encima. Lo tenía muy
negro, ensortijado, largo hasta la altura de los hombros. Sus ojos también eran negros, y
su labios, generosos, anchos. Tendría unos diecinueve años, veinte a lo sumo. Pero eso
era ahora que la veía de cerca. De lejos, o maquillada, podía aparentar la edad que
quisiera, treinta incluso. Y ya la había visto sin ropa, así que sabía que era sugestiva.
—Gracias —suspiró, una vez recompuesta su imagen.
—¿Cómo te llamas?
—Sofía.
—Sofía qué más.
—Sólo Sofía.
Como Vania. Sólo Vania. O Cyrille.
—Yo me llamo Jon Boix.
—¿John? —lo anglosajonizó.
—No. Jon. Jota-o-ene. De Jonatan.
Apareció un coche por detrás y me hizo señales con las luces, así que arranqué de nuevo
dirigiéndome a mi destino como chófer suyo. Nada más salir a la avenida, nos metimos
en medio del mogollón del tráfico.
—¡Maldita sea! —rezongó la modelo—. ¡Como no llegue antes de quince minutos!
—Llegarás.
Tenía que cumplir mi palabra, así que me esmeré en la conducción. De todas formas,
tuve suerte. En primer lugar, paró de llover a los cinco minutos, casi de golpe. En
segundo lugar, acerté al desviarme en busca de un camino más largo pero también menos
conflictivo.
—¿Qué clase de coche es éste? —preguntó, mirando mi dos-plazas con admiración.
—Un Triumph. Es un clásico.
—Ya, ya —su tono era evaluador—. Prefiero las motos, pero reconozco que no está mal.
—Tengo también una Harley.
Eso fue definitivo.
—Oye, ¿qué haces en Zonas Interiores?
—Reportajes y fotografías.
—¿Freelance?
—No, estoy fijo.
Tenía ganas de preguntarle cuánto tiempo hacía que se dedicaba a posar, pero me
abstuve. Su edad real no se correspondía con la anímica. Daba la impresión de estar muy
curtida, de ser muy adulta, o también de haberlo pasado mal. A los diecinueve o veinte
años, muchas eran veteranas en un negocio que cada vez las exigía más jóvenes y las
quemaba antes. Si no recordaba mal, las últimas ganadoras del concurso Élite Premier
Look, certamen anual de nuevos rostros de la agencia Élite, una de las más importantes
de Francia, tenían quince años: Yfke Sturm, Emma Blockstage, Sandra Wagner... A
veces yo alucinaba. ¿Cómo se escogía a la mejor entre cien chicas verdaderamente
excepcionales, bellísimas, llegadas de todo el mundo? ¿Por qué la afortunada vencía y se
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convertía en la nueva top del año, la promesa del futuro? ¿Era aquello de lo que había
hablado Carlos Sanromán, ese algo indefinible que tiene una entre un millón, casi
mágico, que te atrapa y te enamora, seas de donde seas, tengas la edad que tengas y hagas
lo que hagas, mientras seas un ser humano con emociones? Trece, catorce, quince años.
Con la edad de Sofía, una modelo ya sabía a dónde podía llegar, qué podía esperar de la
vida y de su carrera.
Muchas se prostituían antes.
No pudimos seguir hablando. Llegábamos ya a nuestro destino.
—No tengo nada que hacer —mentí de pronto—. ¿Quieres que te espere y luego
tomamos algo?
Consideró mi oferta. Pero más debió de considerar el hecho de que yo fuese periodista y
fotógrafo y trabajase en Zonas Interiores, para qué engañarme. Sus dudas mentales
fueron escasas y las solventó con gran rapidez.
—De acuerdo.
Me metí en el parking directamente, y subimos a la carrera porque el tiempo ya se le
había echado encima. El casting se hacía en una agencia de reparto de una productora.
Buscaban personal para una serie de televisión. Había que cubrir varias plazas de chicas
de entre dieciocho y veintidós años, una secretaria, una estudiante, una hermana
pequeña...
Quedamos en la puerta, pero no me conformé con esperar. Siempre podía sacar mi
credencial de periodista si alguien me preguntaba. Pero no me preguntaron. Por allí iban
tan de cráneo como nosotros en día de cierre. Por un lado estaba la cola, todavía una
docena de monadas con sus carpetas de fotos y sus currículos profesionales, y por el otro
los que tomaban los datos y los que hacían las pruebas, cámara en ristre, en una
habitación cuya puerta se abría y cerraba a una velocidad de vértigo y que apenas si intuí.
La chica que estaba más tiempo dentro no sobrepasaba el minuto. Debían de pedirle que
dijera algo, la filmaban, y adiós. Conocía el resto: «Ya la avisaremos si hay algo,
señorita.»
Nunca llamaban.
Alguien conseguía el trabajo, el papel, pero a veces parecía que fuese un «alguien»
ficticio, irreal. Para la mayoría, todo consistía en intentarlo, y esperar un milagro, un
golpe de suerte, que el productor o el director descubrieran algo que nadie había
descubierto todavía.
Miré a Sofía, en la cola, concentrada leyendo el papel que le habían dado.
Era la más guapa, alta y sexy de las que esperaban, de largo, pero eso no servía para ser
buena actriz. Ni siquiera mediocre. Muchas modelos lo probaban creyendo que sí, que
era suficiente. Aquél era un extraño mundo en el que no siempre salir de la media servía
para algo bueno. Las desilusiones, los desengaños, eran mayoría.
Pese a lo cual, cada año, una generación de nuevas adolescentes que se convertían en
aprendices de mujeres soñaban con ser modelos, con lucir hermosos vestidos en las
pasarelas, viajar, ser famosas, ir a fiestas, ganar cinco millones de pesetas por día, y
enamorar a cantantes de rock o por lo menos a modelos masculinos tan de película como
lo pretendían ser ellas.
Sofía estuvo cuarenta segundos tras la puerta.
Algo me dijo que no era buena, pero que al menos tenía jeta, morro. Ignoraba si sería
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suficiente, aunque pensé que no.
Bien, tal vez hablar con una modelo de carne y hueso, aunque no fuese una top, ni tan
sólo una de las de pasarela, me ayudase a realizar un mejor cuadro mental de Vania.
O a lo mejor lo único que pretendía era ligar.
—¿Nos vamos? —se plantó delante de mí con su misma cara inexpresiva.
—¿Qué tal?
—¿Tú qué crees?
Mejor no preguntar.
Salimos a la calle y cruzamos la calzada para sentarnos en la terraza del Otto Sylt.